Historia de ROMA / Theodor MOMMSEN

28 de noviembre de 2018

Historia de ROMA / Theodor MOMMSEN

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[https://bibliotecadigital.jcyl.es/es/catalogo_imagenes/grupo.cmd?path=10127438] versión más antigua, con notas.


Historia de Roma

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Índice
  • Prólogos
  • [FIN DEL TOMO PRIMERO RBA]——————————————–[pág.588]
  • LIBRO TERCERO:
  • Desde la reunión de Italia hasta la sumisión de Cartago y de Grecia
  • I. Cartago
  • II. Guerra de Sicilia entre Roma y Cartago
  • III. Italia se extiende hasta sus fronteras naturales
  • IV. Amílcar y Aníbal
  • V. Guerras de Aníbal hasta la batalla de Canas
  • VI. Guerras de Aníbal desde Canas hasta Zama
  • VII. El Occidente desde la paz con Aníbal hasta el fin del tercer período
  • VIII. Estados orientales. Segunda guerra con Macedonia
  • IX. Guerra contra Antíoco en Asia
  • X. Tercera guerra con Macedonia
  • XI. Gobernantes y gobernados
  • XII. Economía rural y financiera
  • XIII. Creencias y costumbres
  • XIV. La literatura y el arte
  • [ FIN DEL TOMO SEGUNDO RBA]——————————–[pág. 569]
  • LIBRO CUARTO:
  • La revolución
  • I. Los países sujetos hasta el tiempo de los Gracos
  • II. Movimiento reformista. Tiberio Graco
  • III. La revolución y Cayo Graco
  • IV. El gobierno de la restauración
  • V. Los pueblos del norte
  • VI. Tentativas de revolución por Mario y de reforma por Druso
  • VII. Insurrección de los súbditos italiotas
  • VIII. El Oriente y el rey Mitrídates
  • IX.  Cina y Sila
  • X. La constitución de Sila
  • XI.  La República y la economía social
  • XII. Nacionalidad. Religión. Educación
  • XIII. Literatura y Arte
  • [FIN DEL TOMO TERCERO RBA]————————————[pág. 519]
  • LIBRO QUINTO:
  • Fundación de la monarquía militar
  • I. Marco Lépido y Quinto Sertorio
  • II. La restauración silana y su gobierno
  • III. Caída de la Oligarquía. Preponderancia de Pompeyo
  • IV. Pompeyo en Oriente
  • [FIN DEL TOMO CUARTO] Editorial TURNER——————–[pág. 627]

Traducción de Alejo García Moreno (1876)

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LibroI:CapI

LIBRO PRIMERODESDE LA FUNDACIÓN DE ROMA HASTA LA CAÍDA DE LOS REYES

I.- Introducción / historia antigua  / (turner publicaciones SL) trad  a garcia moreno 1876 

(comentarios de  f fernandez y gonzalez)

 

pág 27

El Mar Interior tiene muchos brazos que penetran hasta muy adentro en el Continente, y que hacen que sea el más vasto de los golfos oceánicos. Se recoge y estrecha entre las islas o las puntas opuestas de los salientes promontorios, y luego se ensancha y extiende a manera de una sábana inmensa, sirviendo a la vez de límite y de lazo de unión entre las tres partes del mundo antiguo. Alrededor de este gran golfo han venido a establecerse pueblos de diversas razas, si se los considera solo desde el punto de vista de su lengua y de su procedencia, pero que, históricamente hablando, no constituyen más que un solo sistema. La civilización de los pueblos que habitaron las costas del Mediterráneo en ese período llamado impropiamente historia antigua hace pasar ante nuestras miradas, dividida en cuatro grandes períodos, la historia de la raza copta o egipcia, al sur; la de la nación aramea o siriaca, que ocupa la parte oriental y penetra en el interior del Asia hasta las orillas del Eufrates y del Tigris, y, finalmente, la historia de esos dos pueblos gemelos, los helenos y los italiotas, situados en las riberas europeas del referido mar. Cada una de ellas tuvo sin duda su principio en otros ciclos históricos, en otros campos de estudio, pero muy pronto emprendieron su camino y lo siguieron separadamente. En cuanto a las naciones de razas extrañas o emparentadas con las anteriores que aparecen diseminadas alrededor de este golfo extenso, como los bereberes y negros, en África; árabes, persas e indios, en Asia; y celtas y germanosen Europa, han venido a chocar muchas veces con los pueblos mediterráneos, aunque sin dar ni recibir de ellos los caracteres de sus progresos respectivos. Y, si bien es verdad que el ciclo de una civilización jamás acaba por completo, no puede negarse el mérito de una perfecta unidad a aquella en que brillaron frente a frente los nombres de Tebas y de Cartago, de Atenas y de Roma. Hay aquí cuatro pueblos que, no contentos con haber terminado cada uno de por sí su grandiosa carrera, se transmitieron los elementos más ricos y vivos de la cultura humana, y los perfeccionaron día tras día hasta realizar por completo la revolución de sus destinos. Se levantaron entonces nuevas familias, que aún no habían llegado a las fértiles regiones mediterráneas sino como las olas que vienen a morir sobre la playa, y se extendieron por ambas riberas. En este momento la costa sur se separó de la del norte en los hechos de la historia y la civilización cambió de centro, al abandonar el Mar Interior para trasladarse a las inmediaciones del Atlántico. De esta forma termina la historia antigua y comienza la moderna, pero no solo en el orden de los accidentes y de las fechas; se abre una época muy distinta de la civilización, que todavía permanece unida por muchos puntos con la que ha desaparecido o está en decadencia en los Estados mediterráneos (así como esta se había enlazado, en otro tiempo, con la antigua cultura indogermánica). Esta nueva civilización tendrá también su propia carrera y sus destinos propios, y hará que experimenten los pueblos felicidades y sufrimientos. Con ella franquearán las edades del crecimiento, de la madurez y de la decrepitud; los trabajos y las alegrías del alumbramiento en religión, en política y en arte; con ella gozarán de sus riquezas adquiridas, así en el orden material como en el orden moral, hasta que lleguen también, quizás al día siguiente de cumplido su cometido, el agotamiento de la savia fecunda y la languidez de la saciedad. No importa: este fin no es, en sí mismo, más que un período breve de descanso. Ni aun cuando ha recorrido ya todo su círculo, por más grande que este sea, la humanidad se detiene: se la cree al fin de su carrera, cuando en verdad ya la están solicitando una idea más elevada y nuevos y más extensos horizontes, y es entonces que vuelve a abrirse ante ella su misión primitiva.

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El objeto de esta obra es el último acto del drama de la historia general de la antigüedad. Vamos a exponer en ella la historia de la península situada entre las otras dos prolongaciones del continente septentrional que se adelantan por entre las aguas del Mediterráneo. Está formada la Italia por una poderosa cordillera que parte del estribo de los Alpes occidentales, y se dirige hacia el sur. El Apenino(tal es su nombre) corre primero hacia el sudeste entre dos golfos del Mar Interior, uno más ancho al oeste y otro más estrecho al este, y se encuentra en las riberas de este último golfo con el macizo montañoso de los Abruzos, en donde alcanza su mayor altura y se eleva casi a la línea de nieves perpetuas. Después de los Abruzos, la cadena se dirige, siempre única y elevada, hacia el sur. Luego se deprime y desparrama en un macizo compuesto de colinas cónicas que se separa en dos eslabones, poco elevado el que se dirige hacia el sudeste; más escarpado el otro, que va derecho al sur, y termina por ambos lados en dos estrechas penínsulas. Las llanuras del norte, entre los Alpes y el Apenino, continúan hasta los Abruzos. Geográficamente hablando, y hasta muy tarde en lo tocante a la historia, no pertenecen dichas llanuras al sistema de ese país de montañas y colinas, a esa Italia propiamente dicha, cuyos destinos vamos a referir. En efecto, hasta el siglo VII de la fundación de Roma no fue incorporada al territorio de la República la parte situada entre Sinigaglia y Rímini;[1]el valle del Po no fue conquistado hasta el siglo VIII. La antigua frontera de Italia no eran por el norte los Alpes, sino el Apenino. Este no forma en ninguna parte una arista pelada y alta, sino que cubre, por el contrario, todo el país con su ancho macizo. Sus valles y sus mesetas se enlazan por pasos apacibles y ofrecen así a la población un terreno cómodo. En cuanto a las faldas y llanuras que hay delante de la montaña, tanto al sur y al este, como al oeste, su disposición es aún más favorable. Al oriente, sin embargo, forma una excepción la Apulia, con su suelo aplanado, uniforme y árido; con su playa sin golfos, cerrada al norte por las montañas de los Abruzos e interrumpida además por el pelado islote del monte Gárgano.[2] Pero entre las dos penínsulas en que termina al sur la cadena del Apenino, se extiende, hasta el vértice de su ángulo, un país bajo, húmedo y fértil, si bien termina en una costa en que son muy raros los puertos. Por último, la costa occidental se enlaza a un país ancho que surcan importantes ríos, como el Tíber, por ejemplo, que se han disputado desde tiempo inmemorial las olas y los volcanes. Allí se encuentran numerosas colinas y valles, puertos e islas. Allí están la Etruria, el Lacio y la Campania, ese núcleo de la Italia; después, al sur de la Campania, desaparece la playa, y la montaña termina en el mar Tirreno como cortada a pico. Por último, así como la Grecia tiene su Peloponeso, la Italia posee también a la Sicilia, la más bella y grande de las islas del Mediterráneo, montañosa y a veces estéril en el interior, pero rodeada, por el sur y el este especialmente, por una ancha y rica zona de tierras casi enteramente volcánicas. Y así como sus montañas son la continuación de la cadena del Apenino, de la que solo la separa un estrecho (ρηγίον, la fractura, Rhegium o Reggio), así ha desempeñado un papel importante en la historia de la Italia. De igual manera el Peloponeso formó parte de la Grecia y sirvió de arena a las revoluciones de las razas helénicas, y su civilización fue un día allí tan esplendente como en la Grecia septentrional.

La península itálica goza de un clima sano y templado, semejante al de la Grecia; el aire es puro en sus montañas y en casi todos sus valles y llanuras, pero sus costas no están dispuestas tan felizmente, no limitan con un mar poblado de islas, como el que hizo de los helenos un pueblo de marinos. La Italia, sin embargo, la aventaja al poseer extensas llanuras surcadas de ríos. Los estribos y laderas de sus montañas son más fértiles, están siempre cubiertos de verdor y se prestan mejor a la agricultura y a la cría de ganados. Es, en fin, semejante a la Grecia, por ser una bella región propicia siempre a la actividad del hombre y a brindarle recompensas por su trabajo, a abrir lejanas y fáciles salidas para el espíritu aventurero y a dar también satisfacciones sencillas y duraderas a los menos ambiciosos. Pero mientras que la península griega tiene vuelta su vista hacia el Oriente, la Italia mira hacia el Occidente. Las riberas menos importantes del Epiro y de la Acarnania son a la Grecia lo que a la Italia las costas de la Apulia y la Mesapia. Allí, el Ática y la Macedonia, esos dos nobles campos de la historia, se dirigen hacia el este; aquí, la Etruria, el Lacio y la Campania están situados al oeste. Así pues, estos dos países vecinos y hermanos se vuelven recíprocamente la espalda. Y aunque a simple vista pueden percibirse desde Otranto los montes Acroceraunios, no es en el mar Adriático, que baña sus riberas fronterizas, donde se han encontrado estos dos pueblos; sus relaciones se han establecido y concentrado en otro camino muy diferente. ¡Nueva e incontrastable prueba de la influencia de la constitución física del suelo sobre la vocación ulterior de los pueblos! Las dos grandes razas que han producido la civilización del mundo antiguo han proyectado sus sombras y esparcido sus semillas en opuestas direcciones.

En nuestra obra, no solamente vamos a narrar la historia de Roma, sino la de toda la Italia. Consultando solo las apariencias del derecho político externo, parece que la ciudad de Roma conquistó primero la Italia y después el mundo. No sucede lo mismo cuando se penetra hasta el fondo de los secretos de la historia. Lo que se llama la dominación de Roma sobre la Italia es más bien la reunión en un solo Estado de todas las razas itálicas, entre las que los romanos son, sin duda, los más poderosos, pero sin dejar de ser por esto una rama del tronco primitivo común. La historia itálica se divide en dos grandes períodos: el que llega hasta la unión de todos los italianos bajo la hegemonía de la raza latina, es decir la historia itálica interior, y el de la dominación de la Italia sobre el mundo. Debemos, pues, referir el establecimiento de los pueblos itálicos en la península: los peligros que corrió su existencia nacional y política, su parcial sujeción a pueblos de otro origen y de otra civilización, tales como los griegos y los etruscos; sus insurrecciones contra el extranjero y el aniquilamiento o la sumisión de este. Por último, la lucha de las dos razas principales, latina y samnita, por el dominio de la Italia y la victoria de los latinos a fines del siglo IV o V antes de Jesucristo, y de la fundación de Roma. Estos acontecimientos ocuparán los dos primeros libros de esta historia. Las guerras púnicas abren el segundo período, que comprende los rápidos e irresistibles progresos de la dominación romana hasta las fronteras naturales de la Italia, primero, y luego mucho más allá de estas fronteras. Por último, después del largo statu quo del Imperio, viene la caída de aquel colosal edificio. Los libros tercero y siguientes estarán consagrados al relato de estos grandiosos acontecimientos.

 

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II.-  p. 33

PRIMERAS INMIGRACIONES EN ITALIA

LAS PRIMITIVAS RAZAS DE ITALIA

Ningún relato ni tradición alguna hace mención de las más antiguas inmigraciones de la especie humana en Italia. Aquí, lo mismo que en todas partes, creía la antigüedad que los primeros habitantes habían salido del suelo. Dejemos a los naturalistas el cargo de decidir, por medio de su ciencia, el origen de las diversas razas y sus relaciones físicas con los climas por donde atravesaron. No interesa a la historia ni puede, aunque quisiera, averiguar si la población primitiva de un país fue autóctona o si procedía de otra parte. Lo que sí debe procurar averiguar son, por decirlo así, las capas sucesivas de pueblos que se han superpuesto en aquel suelo. Solo de este modo, y remontándose todo lo posible por el curso de los primitivos tiempos, podrá confirmar las etapas de toda civilización desde que salió de su cuna para recorrer su camino de progreso, y asistir al aniquilamiento de las razas mal dotadas o incultas bajo el aluvión de las marcadas con el sello de un genio más elevado.

La Italia es muy pobre en monumentos de la época primitiva y en esto se diferencia notablemente de otras regiones, ilustres por el mismo concepto. Según las investigaciones de los anticuarios alemanes, la Inglaterra, la Francia, la Alemania del Norte y la Escandinavia debieron de ser ocupadas, antes de las inmigraciones de los pueblos indogermánicos, por un brazo de la rama tchud[1] un pueblo tal vez nómada que vivía de la caza y de la pesca, que fabricaba los instrumentos de que hacía uso con piedra, hueso y arcilla, que se adornaba además con dientes de animales o con dijes de ámbar, y que ignoraba la agricultura y el trabajo de los metales. También en la India las inmigraciones indogermánicas encontraron delante de sí una población de color moreno y poco accesible a la cultura. Pero en vano buscaréis en Italia los vestigios de una nación autóctona desposeída de su antigua morada, aun cuando se encuentren restos de los lapones y los fineses en las regiones célticas y germánicas, y de las razas negras en las montañas de la India. Tampoco encontraréis allí los restos de una nación primitiva extinguida, esos esqueletos de rara conformación, esas tumbas o grutas llenas de despojos de esa especie de banquetes pertenecientes a la edad de piedra de la antigüedad germánica. Nada ha venido hasta ahora a despertar la creencia de que haya existido en Italia alguna raza anterior a la época de la agricultura y del trabajo de los metales. Si realmente ha habido alguna vez en este país una familia humana perteneciente a la época primitiva de la civilización, aquella en que el hombre vivía aún en estado salvaje, esta familia no ha dejado huella ni testimonio alguno de sí, por pequeño que fuera.

Las razas humanas o los pueblos que pertenecen a un tipo individual constituyen los elementos de la historia de la más remota antigüedad. Entre los que más tarde se encuentran en Italia, están los helenos, por un lado, que han venido evidentemente por inmigración, y los brucios y los sabinos, por otro, que proceden de una desnacionalización anterior. Fuera de estos dos grupos entrevemos un cierto número de pueblos, de cuyas inmigraciones nada nos dice la historia pero que reconocemos a priori como inmigrados, y que seguramente han sufrido en su nacionalidad primitiva una profunda modificación a raíz de influencias exteriores. ¿Cuál ha sido esta nacionalidad? Corresponde a la ciencia revelarlo. Tarea imposible, por otra parte, y de la que debería desesperarse si no tuviésemos por guía otras indicaciones más que el hacinamiento confuso de los nombres de pueblos y las vagas tradiciones que se llaman históricas, tomadas de las áridas investigaciones de algunos ilustrados viajeros y de las leyendas sin valor, coleccionadas convencionalmente y con frecuencia contrarias al verdadero sentido de la tradición y de la historia. Solo nos queda una fuente de donde podemos sacar algunos documentos, parciales sin duda, pero auténticos por lo menos: nos referimos a los idiomas primitivos de las poblaciones establecidas en el suelo de la Italia antes de los tiempos históricos. Formados al mismo tiempo que la nación a la que pertenecían, estos idiomas llevaban perfectamente grabado el sello del progreso y de la vida para que no fuera borrado nunca totalmente por otras civilizaciones posteriores. De todas las lenguas italianas solo hay una que nos es completamente conocida, pero quedan bastantes restos de las otras para proporcionar a la ciencia útilísimos elementos. Con el favor de estos datos, el historiador distingue todavía las afinidades y diferencias que existían entre los pueblos itálicos, y hasta el grado de parentesco de sus idiomas y razas. La filología nos enseña que han existido en Italia tres razas primitivas: los yapigas, los etruscos y los italiotas (este es el nombre que damos al tercer grupo); que se dividen a su vez en dos grandes ramas: una habla una lengua que se aproxima al idioma latino, mientras que la otra se aproxima al dialecto de los umbríos, marsos, volscos y samnitas.

pág. 35

YAPIGAS

Muy poco es lo que sabemos de los yapigas. En la extremidad sudeste de la Italia, en la península mesapiana o calabresa, se han encontrado numerosas inscripciones escritas en una lengua enteramente particular, y que ha desaparecido por completo:[2] restos indudables del idioma yapiga, que según afirma la tradición era completamente extraño a la lengua de los latinos y de los samnitas. Además, si hemos de creer en otras huellas muy frecuentes y en otras indicaciones que no carecen de verosimilitud, la raza y la lengua de este pueblo florecieron también primitivamente en la Apulia. Sabemos bastante de los yapigas como para distinguirlos exactamente de los demás italiotas; ¿pero cuál sería el lugar de su nacionalidad o de su lengua en la familia humana? Esto es lo que no podemos afirmar. Las inscripciones a ellos referentes no han sido todavía descifradas, ni probablemente lo serán nunca. Su idioma, sin embargo, parece remontarse hacia la fuente indogermánica; prueba de ello son las formas de sus genitivos aihi e ihi, correspondientes al asya del sánscrito, al oio del griego. Otros indicios, por ejemplo el uso de las consonantes aspiradas y la completa ausencia de las letras m y t en las terminaciones, establecen una gran diferencia entre el dialecto yapiga y las lenguas latinas y lo aproximan, por el contrario, a los dialectos helénicos. Este parentesco parece estar acreditado además por otros dos hechos: por una parte, se leen con frecuencia en las inscripciones los nombres de las divinidades pertenecientes a la Grecia, y, por otra, mientras que el elemento italiota ha resistido tenazmente las influencias helénicas, los yapigas, por el contrario, las han recibido con una facilidad sorprendente. En tiempos de Timeo, hacia el año 400 de la fundación de Roma (año 350 a.C.), la Apulia es descrita todavía como una tierra bárbara. En el siglo VI (año 150 a.C.), sin ninguna colonización directa de los griegos, vino a ser casi completamente griega, y el rudo pueblo mesapiano deja entrever también las señales de una transformación parecida. Creemos, por otra parte, que la ciencia debe limitar provisionalmente sus conclusiones a esta especie de parentesco general o afinidad colectiva entre los yapigas y los griegos. De cualquier modo, sería temerario afirmar que la lengua de los yapigas no ha sido más que un idioma rudo perteneciente a la raza helénica. Convendrá, sin embargo, suspender todo juicio hasta que se descubran documentos más concluyentes y seguros.[3] Este vacío nos causa, después de todo, poca pena: cuando la historia abre sus páginas, vemos ya a esta raza semiextinguida descender para siempre a la tumba del olvido. La ausencia de tenacidad y la fácil fusión con otras naciones es el carácter propio de los yapigas. Si a esto se une la posición geográfica de su país, hallaremos verosímil la idea de que han sido, sin duda, los más antiguos inmigrantes o los autóctonos históricos de la península. Es indudable que las primeras emigraciones de los pueblos se verificaron por tierra; la misma Italia, con sus extensas costas, no hubiera sido accesible por mar sino a navegantes hábiles, como no puede suponerse que los hubiera entonces. Sabemos que aun en los tiempos de Homero era completamente ignorada por los helenos. Los primeros inmigrantes debieron, pues, venir por el Apenino, y así como el geólogo sabe leer todas sus revoluciones en las capas de sus montañas, así también el crítico puede sostener que las razas arrojadas al extremo meridional de la Italia fueron sus más antiguos habitantes. Tal es la situación de los yapigas, los cuales ocupan, cuando la historia los encuentra, la extremidad sudeste de la península.

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ITALIOTAS

En lo que respecta a la Italia central, se remonte cuanto quiera la tradición, se la encuentra habitada por dos pueblos, o, mejor dicho, por dos grupos de un mismo pueblo, cuyo lugar en la gran familia indogermánica se determina mejor que el de los yapigas. Este pueblo es el que llamaremos italiano por excelencia: sobre él se funda esencialmente la grandeza histórica de la península. Se divide en dos ramas: la de los latinos y la de los umbríos, con sus ramales los marsos y los samnitas, y las poblaciones que han salido de estos últimos después de los tiempos históricos. El análisis de sus idiomas demuestra que no formaron en un principio más que un solo anillo en la cadena de los indogermanos, de los que se separaron muy tarde para ir a constituir en otros países el sistema único y distinto de su nacionalidad. Se nota primeramente en su alfabeto la consonante aspirada especial f, que poseen en común con los etruscos, y por la que se distinguen de las razas helénicas, helenicobárbaras, así como también de las que hablan el sánscrito. En cambio, son desconocidas en un principio las aspiradas propiamente dichas, al paso que los griegos y los etruscos hacen uso de ellas constantemente, y no retroceden, sobre todo estos últimos, ante los sonidos más ásperos y rudos. Solamente los italianos las reemplazan por uno de sus elementos: ya por la consonante media, ya por la aspiración simple f o h. Las aspiradas más suaves, los sonidos s, v, j, de las que los griegos se abstienen siempre que les es posible, se conservan en las lenguas itálicas casi sin alteración y muchas veces hasta reciben cierto desarrollo. Tienen además en común con algunos idiomas griegos y con el etrusco que acortan el acento y llegan de este modo algunas veces hasta destruir las desinencias. Pero en este camino van menos lejos que el segundo y más que los primeros. Si esta ley de eliminación de las desinencias finales se observa desmedidamente entre los umbríos, no debe por esto decirse que este exceso sea un resultado propio de su lengua, sino que procede quizá de influencias etruscas más recientes, que se han dejado sentir también, aunque más débilmente, en Roma. Por esta razón, en las lenguas itálicas se han suprimido además de una manera regular las vocales breves que había al final de las palabras, y las vocales largas desaparecen también frecuentemente. En cuanto a las consonantes, mientras que en el latín y en el samnita persisten en su lugar, el umbrío las elimina. Además, la voz media del verbo apenas ha dejado vestigios en los idiomas itálicos: se ha suplido por una forma pasiva enteramente particular terminada en r. La mayor parte de los tiempos se han formado con las raíces es y fu agregadas a la palabra principal; mientras que los griegos, merced a su aumento y a la riqueza de sus terminaciones vocales, han podido prescindir casi siempre de los verbos auxiliares. Los dialectos itálicos no usan el número dual, como tampoco lo usaba el eolio; en cambio usan siempre el ablativo que los griegos han perdido, y algunas veces el locativo. Con su lógica recta y exacta rechazan en la noción de lo múltiple la distinción del dual y del plural propiamente dichos, aunque conservan, por otra parte y con cuidado, todas las relaciones de las palabras según las inflexiones de la frase. Finalmente notamos en el itálico una forma enteramente particular, desconocida hasta en el sánscrito, la del gerundio y el supino: ninguna lengua ha llevado hasta este punto la transformación del verbo en sustantivo.

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RELACIONES ENTRE LOS ITALIOTAS Y LOS GRIEGOS

Estos ejemplos, sacados de entre una porción de fenómenos idénticos, demuestran la individualidad perfectamente determinada del idioma itálico, comparado con cualquier otra lengua indogermánica. Muestran que, por el lenguaje, los italiotas tienen un parentesco próximo con los helenos, así como también geográficamente son sus vecinos: puede decirse que son dos pueblos hermanos. Su afinidad va por el contrario alejándose de los celtas, germanos y eslavos. Esta unidad primitiva de las razas y de los idiomas griegos e itálicos parece, por otra parte, haber sido conocida claramente desde muy antiguo por ambas naciones. Hallamos entre los romanos el antiguo vocablo de origen incierto graius o graicuspara designar a los helenos, y entre los griegos, por una designación análoga, el término ώπίκος se aplica a todas las razas latinas o samnitas conocidas por ellos, excepto los yapigas y los etruscos.

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RELACIONES ENTRE LOS LATINOS Y LOS UMBRIOSAMNITAS

El latín se distingue a su vez, en el sistema itálico, de los dialectos umbriosamnitas. De estos no conocemos nosotros más que dos idiomas, el umbrio y el samnita u osco, y aún es muy vacilante y lleno de lagunas el conocimiento que de ellos tenemos. En cuanto a los demás, o bien no se nos ha transmitido de ellos más que restos insignificantes y no nos es posible confirmar su individualidad o asignarles una clasificación cualquiera con alguna segundad o exactitud, como sucede con el volsco y el marso, o bien se han perdido por completo, excepto algunas leves huellas de idiotismos conservados en el latín provincial, como acontece con el sabino. Bastará afirmar con toda certeza, apoyándose en hechos históricos y filológicos, que todos ellos han pertenecido al grupo umbriosamnita y que este, a su vez, aunque más inmediato al latín que al griego, tenía su carácter y su genio completamente particulares. En los pronombres y aun en otras partes de la oración pone el umbriosamnita la p donde el romano emplea la q (por ejemplo: pis en vez de quis), fenómeno que se encuentra en todas las lenguas hermanas y que se han separado muy tarde. Así es también como la p céltica del bajo bretón y del galo se sustituye con la k; en el galaico y en el irlandés. El sistema de vocales ofrece también sus particularidades. Los dialectos latinos, principalmente los del norte, alteran los diptongos, que permanecen casi completos en los dialectos del sur: el romano debilita en las vocales compuestas la fundamental, aunque la conserva en toda su fuerza en otras partes. No lo imitan en esto los demás idiomas de su familia. En estos, el genitivo de los nombres terminados en a termina en as, lo mismo que entre los griegos, mientras que en Roma termina en œ la declinación regular. Los nombres en us terminan su genitivo en eis entre los samnitas, en es entre los umbrios y en ei entre los romanos. Entre estos cae poco a poco en desuso el locativo, mientras que continúa en pleno vigor en los demás dialectos itálicos; por último, solo el latín tiene el dativo de plural en bus. La terminación en um del infinitivo umbriosamnita es completamente extraña a los romanos; y mientras los óseos y los umbrios forman, lo mismo que los griegos, su futuro por medio de la raíz es (her-est, en griego λέγσω), parece que los romanos lo abandonan completamente y lo sustituyen por el optativo del verbo simple fuo, o por sus formaciones análogas (ama-bo). Algunas veces también, por ejemplo, para las desinencias de los casos solo existe diversidad en los dialectos cuando estos se han desarrollado en su propio camino; en un principio todos concuerdan. Afirmémoslo de una vez: la lengua itálica tiene su lugar completamente independiente al lado de la lengua helénica. Después, en su mismo seno, el latín y el umbriosamnita se relacionan mutuamente como el jonio y el dorio, y por último, el osco, el umbrio y los dialectos análogos son entre sí lo que los dialectos dorios de la Sicilia y de Esparta.

Todas estas formaciones de idiomas han sido el producto y son los testimonios de un gran hecho histórico. Conducen, en efecto, a afirmar con toda certeza que en una época dada salió de la región, madre común de los pueblos y de las lenguas, una gran raza que comprendía a los antepasados de los griegos y de los italianos; que, en otra época determinada se separaron ambos pueblos; después, que se subdividieron estos últimos en italianos orientales y occidentales, y, finalmente, que el ramal oriental produjo por un lado los umbríos, y por otro los oscos. ¿Dónde y cuándo tuvieron lugar estas separaciones? Esto es lo que no dicen las lenguas. La crítica más sagaz intenta apenas presentir en esto revoluciones cuyo curso no puede seguir; las primeras de las cuales se remontan, sin ningún género de duda, a tiempos muy anteriores a la gran emigración que hizo trasponer los collados del Apenino a los antepasados de los italianos. La filología, sana y prudentemente estudiada, nos da a conocer con bastante exactitud a qué grado de cultura habían llegado estos pueblos en el momento mismo en que dejaron a sus hermanos y nos hace asistir de este modo a los principios de la historia, que no es más que el cuadro progresivo de la civilización humana. El lenguaje es, en efecto, la imagen verdadera y el fiel intérprete de los progresos realizados en tales épocas; es el depositario de los secretos de las revoluciones verificadas en las artes y en las costumbres; es, en fin, el archivo perenne a donde irá el porvenir a buscar la ciencia, cuando se haya desvanecido por completo la tradición directa de los pasados tiempos.

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CIVILIZACIÓN INDOGERMÁNICA

Los pueblos indogermánicos formaban un solo cuerpo y hablaban todavía una misma lengua cuando ya se habían elevado a un cierto grado de civilización, y su vocabulario, cuya riqueza estaba en relación con sus progresos, formaba un tesoro común en donde todos bebían con arreglo a leyes precisas y constantes. No solo hallamos en él la expresión de las ideas simples, del ser, de la acción, de la percepción de las relaciones (sum, do, pater); es decir, el eco de las primeras impresiones que el mundo exterior trae al pensamiento del hombre, sino que encontramos en él también un gran número de palabras que implican cierta cultura, así por las radicales mismas como por las formas que les ha dado el uso. Estas palabras pertenecen a toda la raza, y son anteriores tanto a lo que se ha tomado del exterior como a los efectos del desenvolvimiento simultáneo de los idiomas secundarios. Así es como en esta época tan remota se nos muestran los progresos de la vida pastoral de estos pueblos a través de nombres invariables que sirven para designar los animales domesticados: el gaus del sánscrito es el βονς de los griegos y el bos de los latinos. Encontramos en el sánscrito la palabra ovis, correspondiente a la latina avis y a la griega όïς, y por el mismo orden tenemos además las palabras comparadas: acvas, equus e ίππος; hansas, anser y χήν; atis, anas y νήσσα. Así también las palabras latinas: pecus, sus, porcus, taurus y canis son puramente sánscritas. Por consiguiente, la raza a quien se debe la fortuna moral de la humanidad desde los tiempos de Homero hasta nuestra era ya había pasado la primera edad de la vida civilizada, la época de la caza y de la pesca; había dejado de ser nómada y adquirido costumbres sedentarias y una cultura más adelantada. No puede asegurarse del mismo modo que hubiese ya comenzado en aquella época la agricultura. La lengua parece demostrar lo contrario. Los nombres grecolatinos de los cereales no se encuentran en el sánscrito, a no ser el griego ζεία, y el sánscrito yavas, que significan la cebada entre los indios, y el espelta (triticum spelta) entre los griegos. No se deduce en absoluto de esta notable concordancia en los nombres de los animales por un lado, y de la diferencia completa en los de las plantas útiles por otro, que la raza indoeuropea no poseyera los elementos de una agricultura común. Las emigraciones y la aclimatación de las plantas son, en efecto, mucho más difíciles que las de los animales en los tiempos primitivos, pues el cultivo del arroz entre los indios, el del trigo y el espelta entre los griegos y romanos, y el del centeno y la avena entre los germanos pueden muy bien referirse a un conjunto de conocimientos prácticos que perteneciesen en su origen a la raza madre. El hecho de que los griegos y los indios dieran el mismo nombre a una gramínea solo indica, por otra parte, que antes de la separación estos pueblos ya recogían y comían el trigo y el espelta silvestre que crecía en las llanuras de la Mesopotamia, pero no prueba que lo hubiesen cultivado.[4] No resolvamos nada temeraria ni precipitadamente, sino que procuremos notar cierto número de palabras también tomadas del sánscrito y que, en su acepción general al menos, indican una cultura bastante adelantada. Tales son: agras, la llanura, la campiña; kurnu, a la letra, lo triturado, lo molido; aritram, el timón o el buque; venas, lo agradable, y principalmente la bebida agradable. No cabe duda acerca de la antigüedad de estas palabras, pero su sentido especial no ha sido aún reconocido: todavía no significan el campo cultivado (ager), el grano para moler (granum), el instrumento que surca el suelo como la nave surca las olas (aratrum) ni el jugo de la uva (vinum). Solo después de la dispersión de los pueblos es cuando recibieron estas palabras su acepción definitiva, de aquí la diferencia que acusará esta en las diversas naciones: el kûrnu del sánscrito designará ya el grano para moler, ya la misma piedra que muele (quairnus en gótico; girnos en lituanio). Tengamos, pues, por cosa verosímil que el pueblo indogermánico primitivo no ha conocido la agricultura propiamente dicha, o, si ha sabido algo de ella, no ha desempeñado más que un papel insignificante en su civilización. No ha sido en verdad para este pueblo lo que fue más tarde para Roma y para Grecia; de otro modo, su lengua hubiera conservado huellas más profundas. Pero los indogermanos ya se habían construido chozas y casas: dam-as (latín domus, griego δόμος), vecas (latín vicus, griego οίκος), dvaras (latín fores, griego θνρα). También habían construido bajeles de remos, por eso tienen la palabra naus (latín navis, griego νανς) para designar la embarcación y la palabra aritran (griego έρετμόν, latín remus, trimus) para designar el remo, y conocían el uso de los carros: uncían los animales como bestias de tiro y de carrera. El akshas del sánscrito (eje y carro) corresponde exactamente al latín axis y al griego άξων, άμαξα; al yugo se lo denomina en sánscrito yugam (en latín jugum, en griego ζυγόν). El vestido se designa en sánscrito, en griego y en latín de la misma manera: vastra, vestis y εοθήςSib en sánscrito y suo en latín significan coser, del mismo modo que nah en sánscrito, neo en latín y νήθω en griego. Todas las lenguas indogermánicas ofrecen estos mismos puntos de comparación. El arte de tejer no existía quizá todavía, o por lo menos no hay pruebas de su existencia.[5] Pero los indogermánicos conocían el uso del fuego para la cocción de los alimentos y la sal para sazonar los manjares, y trabajaban, por fin, los primeros metales que utilizó el hombre para proporcionarse utensilios y adornos. El cobre (œs), la plata (argentum) y quizás el oro tienen sus denominaciones especiales en sánscrito; estas no han podido nacer en estos pueblos hasta que aprendieron a separar y emplear los minerales. Por último, la palabra sánscrita asis (latín ensis) indica ya el uso de armas de metal.

El edificio de la civilización indoeuropea reposa sobre la base de nociones y costumbres también contemporáneas de estas épocas primitivas. Tales son las relaciones establecidas entre el hombre y la mujer, la clasificación de los sexos, el sacerdocio del padre de familia, la ausencia de una casta sacerdotal exclusiva o de castas separadas, la esclavitud en el estado de institución legal, los días legales y públicos y la distinción entre la luna nueva y la luna llena. En cuanto a la organización positiva de la ciudad y la división del poder entre la monarquía y los ciudadanos, y en cuanto a la preeminencia de la familia real y las familias nobles, aun al lado de la igualdad absoluta perteneciente a todos, son hechos más recientes en todos los países.

La ciencia y la religión conservan también la huella de la antigua comunidad de su origen. Hasta el ciento, tienen los números el mismo nombre (sánscrito catam, eka-catam, latín centum, griego έκατόν); la luna toma su nombre del hecho de servir para medir el tiempo (mensis). La noción de la divinidad (sánscrito devos; latín deus; griego θεός), las concepciones religiosas más antiguas y hasta las imágenes de los fenómenos naturales se encuentran ya en el vocabulario común de estos pueblos. El cielo es para ellos el padre de los seres; la tierra es su madre. El cortejo solemne de los dioses, que montados en carros se trasladan de un lugar a otro por vías cuidadosamente conservadas, y la vida de las almas en el imperio de las sombras después de la muerte son también creencias o concepciones que se encuentran en la India, en Grecia y en Italia. El nombre de los dioses es con frecuencia el mismo en las orillas del Ganges, del Tíber y del Iliso. El Ονρανός griego es el Arunas de los indios; el Djauspita de los Vedas corresponde al ΖενςJovis pater o Diespiter. Esta creación de la mitología griega fue un enigma hasta que el estudio de los antiguos dogmas de la India vino a arrojar sobre ella una luz inesperada. Las antiguas y misteriosas figuras de las Erinnias no son hijas de la poesía griega; han salido del fondo del Oriente con la muchedumbre de los emigrantes. El perro divino Sarami, que guarda para el Soberano del Cielo los dorados rebaños de estrellas y de rayos solares, que guía las nubes cargadas de lluvia, las vacas celestiales a los establos en donde se las ordeña, que conduce, en fin, a los muertos piadosos al mundo de los bienaventurados, se transforma entre los griegos en hijo de Sarama, Sarameyas (el Hermeyas o Hermes). ¿Y no es aquí donde podría encontrarse la llave de la leyenda del robo de los bueyes del Sol y quizá también la de la leyenda latina de Baco, y en la que hasta podría verse un vago recuerdo poético y simbólico del naturalismo de la India?

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CIVILIZACIÓN GRECOITÁLICA

Cuanto acabamos de decir respecto de la civilización indoeuropea antes de la separación de los pueblos pertenece más bien a la historia universal del mundo antiguo; pero el objeto mismo de este libro nos impone la tarea de averiguar muy particularmente a qué grado de cultura habían llegado las naciones grecoitálicas cuando se separaron unas de otras. Estudio seguramente importante y que, tomando la civilización italiana desde su origen, fija al mismo tiempo el punto de partida de la historia nacional de la Península.

https://es.wikisource.org/wiki/Historia_de_Roma_(Mommsen)/

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https://docplayer.es/14457149-Theodor-mommsen-historia-de-roma.html

AGRICULTURA. – Se recordará que, según todas las probabilidades, la vida de los indogermanos ha sido puramente pastoril, y que apenas conocieron el uso de algunas gramíneas silvestres. Numerosos vestigios atestiguan, por el contrario, que los pueblos grecoitálicos cultivaron ya los cereales y quizá también la viña. No hablaremos de la comunidad de sus prácticas agrícolas; este es un hecho muy general para que se pueda deducir de él la comunidad de origen nacional. La historia nos señala, en efecto, indudables relaciones entre la agricultura indogermánica y la de los chinos, arameos y egipcios, y es, sin embargo, evidente que ninguno de ellos tiene parentesco alguno de raza con los indogermanos, o que, por lo menos, se separarían de estos en una época muy anterior a la invención del cultivo de los campos. Las razas dotadas de cierto genio han cambiado entre sí, lo mismo antes que ahora, los instrumentos y las plantas agrícolas. Cuando los analistas chinos hacen subir la agricultura de su país a la introducción, en cierta época, de cinco especies de cereales por un rey que ellos nombran, su relato no es más que la expresión sorprendente del hecho general de la propagación de los procedimientos de la agricultura primitiva. La agricultura común, el alfabeto y el empleo común de los carros de guerra, de la púrpura, de ciertos utensilios y de ciertos adornos, prueban el comercio internacional, pero de ninguna manera la unidad originaria de los pueblos. En cuanto a los griegos y romanos, a pesar de las relaciones perfectamente conocidas que existen entre sus dos civilizaciones, sería en extremo temerario sostener que la agricultura, así como la escritura y la moneda, la han recibido los segundos de los primeros. No desconocemos, sin embargo, en esto los muchos puntos de contacto y hasta la comunidad de origen de los términos técnicos más antiguos (ager, άγρός; aro, aratrum, άρόω, άροτρον; ligo, parecido a λαχαίνω; hortus, χόρτος; hordeum, χριθή; milium, μελίνη; rapa, ραφανίς; malva, μαλάχη; vinum, οίνος). Vemos también que hay semejanza hasta en la forma del arado, que es la misma en los monumentos antiguos del Atica y de Roma; en la elección de los cereales primitivos, el mijo, la cebada y el espelta; en el empleo de la hoz para segar; en la trilla de las mieses pisoteadas por el ganado en la era; en fin, hasta en sus preparaciones alimenticias (puls, πόλτος; pinso, πτίσσω; mola, μύλη); la costumbre de cocer el pan en el horno es de fecha más reciente, y vemos en el ritual romano figurar solamente la pasta o la torta de harina. La vid ha precedido también en Italia a los primeros contactos de la civilización griega: así los griegos han llamado a esta tierra Enotria (Οίνωτρία, país del vino), y esto sucedió, al parecer, desde la llegada de sus primeros inmigrantes. Se sabe también a ciencia cierta que la transición del régimen pastoril nómada al régimen de la agricultura, o, mejor dicho, que la fusión de ambas, si se ha efectuado después de la partida de los indogermanos de la patria común, se remonta a una época muy anterior a la división de la rama italohelénica. En esta época estaban ambos pueblos confundidos todavía con otros en una sola y gran familia, y la lengua de su civilización, extraña ya a los ramales asiáticos de la misma rama indogermánica; contiene palabras comunes a los romanos, a los helenos, a los celtas, a los germanos, a los eslavos y a los lettas (*)

(*) Aro, araírum, ae encuentran en el aram ó erem según
algunos dialectos f labrar), y en el erida, del idioma germánico
primitivo; en las palabras eslavas orati, oradlo, en las lituanías,
arti, arimnas, y en las célticas ctr, aradar. Al lado de U*
goy c f – rechen] al lado de hortics, cf. garlen en alemán; mola, en
latin, equivale á mühle en alemán, malyn en eslavo, malunas en
lituanio,maZm en céltico. Sea como quiera, no podemos admitir
que haya habido un tiempo en que los Helenos hayan vivido en
todos los paises de la Grecia únicamente como pastores. L a ri –
queza en ganados, así en Grecia como en Italia, ha sido indudablemente,
más bien que la propiedad territorial, el punto de par,
tida y el intermediario de la riqueza privada; pero no se puede
concluir de aquí que la agricultura no haya nacido hasta más tarde.

Lo que sí es verdad es que ha comenzado por la comunidad
de la tierra. Añádase á esto que antes de la separación de
las razas no habia agricultura propiamente dicha; la cria del
ganado entró siempre por una proporción variable según las
localidades; pero, en todo caso, mucho mayor que en los tiempos
posteriores.

8. Distinguir y separar en las costumbres y en el lenguaje lo que ha pertenecido en común a todos estos pueblos, o que ha sido conquista exclusiva de cada uno, constituye una tarea muy espinosa: la ciencia no ha podido aún bajar todos los trancos ni seguir todos los filones de la mina; la crítica filológica comienza ahora a tomar vuelo; el historiador considera muchas veces muy cómodo copiar el cuadro de los antiguos tiempos a las mudas piedras de la leyenda, en vez de ir a ojear las fecundas capas de los idiomas primitivos. Contentémonos ahora con señalar bien la diferencia de los caracteres de la época grecoitálica, de los de la época anterior, en que la familia indogermana tenía aún reunidos todos sus miembros. Mostremos, siquiera sea globalmente, la existencia de una civilización rudimentaria a la que han sido completamente extraños los indoasiáticos, pero que ha sido, por el contrario, común a todos los pueblos de Europa, y que cada uno de sus grupos, los helenoitálicos y los eslavo-germanos, la han extendido en la dirección propia de su genio. Después revelará, sin duda, mucho más el estudio de los hechos y de las lenguas. La agricultura ha sido, en verdad, así para los grecoitálicos como para los demás pueblos, el germen y el foco de la vida pública y privada, y ha continuado siendo la inspiradora del sentimiento nacional. La casa, el hogar que el labrador construye para su morada en vez de la choza y del hogar mudable del pastor, ocupan muy pronto su lugar en el mundo moral, y se idealizan en la figura de la diosa Vesta o Εστία, la única quizá del panteón helenoitálico que no es indogermana, puesto que es nacional en ambos pueblos. Una de las más antiguas tradiciones itálicas atribuye al rey Italo, o, para hablar como los indígenas, al rey Vitalus (o Vitulus), el honor de haber sustituido la vida pastoril por el régimen agrícola; relaciona, no sin razón, con este hecho grande la legislación primitiva del país. El mismo sentido debe atribuirse a otra leyenda que corría entre los samnitas: el buey de labor – dicen – ha conducido las primeras colonias”; por último, se encuentran entre las más antiguas denominaciones del pueblo italiota las de los sículi o sicani (segadores), la, de los opsci (trabajadores de los campos). La leyenda de los orígenes de Roma está, pues, en contradicción con los datos de la leyenda común, puesto que atribuye la fundación de la ciudad a un pueblo de pastores y de cazadores. La tradición y las creencias, las leyes y las costumbres, todo hace ver en los helenoitalianos una familia esencialmente agricultora.9.

Así como poseen en común los procedimientos de la agricultura, así también se ajustan a las mismas reglas para medir y limitar los campos; no se concibe, en efecto, el cultivo de la tierra sin un deslinde, por grosero que sea. El vorsus, de 100 pies cuadrados, de los oscos y de los umbríos corresponde exactamente al plethron de los griegos. El geómetra se orienta hacia uno de los puntos cardinales; tira dos líneas: una de Norte a Sur y otra de Este a Oeste; colócase en el punto donde se cortan (templum, τέμενος, de τέμνω); después va trazando, de trecho en trecho, líneas paralelas a las perpendiculares principales, dividiendo así el suelo en una multitud de rectángulos, limitados por estacas (termini, τέρμονες, en las inscripciones sicilianas; όροιen la lengua usual). Estos termini existen además en Etruria, por más que no sean de origen etrusco: los romanos, los umbríos y los samnitas hacen uso de ellos; hasta se los encuentra en los antiguos documentos de los heracleotas tarentinos: y estos no los han tomado de los italianos, como tampoco los italianos de los habitantes de Tarento: es una práctica común a todos. En cambio, los romanos han llevado muy lejos la aplicación completamente especial, y muy característica, del sistema rectangular: aun allí donde las olas forman un límite natural, no tienen nada en cuenta, y el último cuadrado, lleno de figuras planimétricas, es lo único que constituye el límite de la propiedad.

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VIDA DOMÉSTICA. – Manifiéstase, además, la estrecha afinidad de los griegos y los italianos en otros detalles primitivos de la actividad humana. La casa griega, tal y como la describe Homero, se diferencia muy poco de la que los italianos han construido en todo tiempo. La pieza principal, la que constituía originariamente toda la habitación en la casa latina, es el atrium (cuarto oscuro), con el altar doméstico, el lecho conyugal, la mesa de comer y el hogar. El atrium es el megaron de Homero, también provisto de su altar, de su hogar cubierto con su ahumado techo. En materia de navegación no son posibles las mismas semejanzas. Es verdad que la canoa de remos es de origen indogermano; pero no puede sostenerse que la invención de la vela se refiera a la época grecoitálica: el vocabulario marino no contiene palabras que, no siendo indogermanas, sean propias y comunes a la vez a los pueblos grecoitálicos. Los campesinos comían todos juntos al mediodía; y refiriéndose esta antigua costumbre al mito de la introducción de la agricultura, ha sido comparada por Aristóteles a las sysitias cretenses, así como también los primeros romanos, cretenses y lacedemonios comían sentados, y no recostados sobre un lecho, como lo hicieron más tarde. El acto de encender el fuego por el frotamiento de dos pedazos de madera seca de diferentes clases de árboles ha sido una práctica común a todos los pueblos, pero no ha sido, ciertamente, el acaso el que ha hecho que los griegos y los italianos hayan empleado las mismas palabras para designar el trépano (τρύπανον, terebra) y la tabla (στόρευς έσχάρα, tabula, que viene de téndere o τέταμαι), los dos instrumentos que producían el fuego. El vestido es también idéntico en ambos pueblos; la túnica (tunica) es el chiton de los griegos; la toga es su himation con pliegues mayores; y hasta las armas, sujetas a tantos cambios, según el país, se parecen entre ellos. Tienen, al menos por principales armas ofensivas, el arco, y el venablo, de donde los romanos tomaron los nombres dados a quienes los llevaban: quirites, samnites, pilumni, arquites10; también es verdad que entonces no se peleaba muy de cerca. Así, pues, todo lo que se refiere a las bases materiales de la existencia humana halla en la lengua y en las costumbres de los griegos y de los italianos una expresión común y elemental; y es indudable que los dos pueblos vivían aún en el seno de una sociedad única, cuando pasaron juntos las primeras etapas de la condición terrestre. La escena cambia por completo en el dominio de la cultura intelectual.

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LOS ITALIANOS Y LOS GRIEGOS: SUS CARACTERES OPUESTOS.– El hombre debe vivir en completa inteligencia consigo mismo, con sus semejantes y con el mundo que le rodea; pero la solución de este problema puede variar tantas veces cuantas son las provincias del imperio que rige nuestro Padre celestial; pero el carácter y el genio de los pueblos y de los individuos se diversifican principalmente en el orden moral. Durante el período grecoitálico no podían aparecer las oposiciones: no tenían razón de ser; pero apenas se verifica la separación, cuando se manifiesta un profundo contraste, cuyos efectos han continuado de generación en generación hasta nuestros días. Familia y Estado, religión y bellas artes se desarrollan y progresan en ambos pueblos, en un sentido eminentemente nacional y propio en cada uno: es necesario que el historiador tenga a veces una gran capacidad y vista muy clara para hallar el germen común bajo la poderosa vegetación que a sus ojos se presenta. Los griegos tienden a sacrificar el interés general al individuo; la nación, al municipio; el municipio, al ciudadano: su ideal en la vida es el culto de lo bello y el bienestar, y, con frecuencia, el placer del ocio; su sistema político consiste en profundizar cada vez más, en provecho del cantón o de la tribu, el foso separatista del particularismo primitivo y en disolver, hasta en cada localidad, todos los elementos del poder municipal. En la religión hacen hombres de sus dioses; luego los niegan; dejan al niño siempre desnudo al libre juego de sus miembros, al pensamiento humano la absoluta independencia de su majestuoso vuelo. Los romanos, por el contrario, cohíben al hijo con el temor al padre, al ciudadano con el temor al jefe del Estado y a todos con el temor de los dioses; solo desean y honran las acciones útiles. El ciudadano debe pasar todos los momentos de su corta existencia 10 Las armas que usaban los dos pueblos en la época primitiva no parece que lleven esta semejanza hasta la afinidad del hombre; hay sin duda alguna relación entre la lancea y la λόγχε; pero la palabra latina es de fecha mucho más reciente, y ha sido tomada quizá de los germanos o de los españoles, y parece, por último, tener su semejante en el griego σμυνίον. 17

18 trabajando sin descanso. Entre los romanos, desde la más tierna edad, deben cubrir y proteger la castidad del cuerpo largos vestidos; querer vivir de un modo diferente de los demás es ser un mal ciudadano. Por último, el Estado lo es todo entre ellos, y el único pensamiento elevado que les es permitido es el engrandecimiento del Estado. Es difícil, en verdad, llegar, después de tantos contrastes, hasta los recuerdos de la unidad primitiva, en donde, confundidos ambos pueblos, habían echado los cimientos de su futura civilización. Muy temerario sería el que intentase alzar estos velos. Nosotros nos limitaremos, por consiguiente, a bosquejar en pocas palabras los principios de la nacionalidad itálica y los rasgos que la unen a los tiempos más remotos; no tanto por abundar en las ideas preconcebidas del lector, cuanto para mostrarle, como con el dedo, la dirección que debe seguir.

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LA FAMILIA Y EL ESTADO. – El elemento patriarcal en el Estado, o lo que puede llamarse tal, tiene en Grecia y en Italia los mismos fundamentos. En un principio, se instituyó el régimen conyugal con estricta sujeción a las reglas de la honestidad y de la ley moral11. Prescribíase al marido la monogamia y se castigaba severamente el adulterio de la mujer. La madre de familia tenía autoridad en el interior de la casa, lo cual acredita a la vez la igualdad de nacimiento entre los dos esposos y la santidad del lazo que los une. Pero muy pronto se separó Italia de Grecia confiriendo a la potestad marital, y sobre todo a la potestad paterna, atribuciones absolutas e independientes de toda acepción de personas; la subordinación moral de las familias se transformó en una verdadera servidumbre legal. Asimismo, entre los romanos el esclavo no tiene derecho, lo cual es una consecuencia natural del estado de servidumbre, y se prosigue con un rigor extremado; entre los griegos, por el contrario, dulcificando desde un principio los hechos y la ley la condición servil, fue reconocido como legítimo el matrimonio celebrado con una esclava. La familia o la asociación, compuesta de todos los descendientes del padre común, tiene su base en la casa común y a su vez, así en Grecia como en Italia, es el origen del Estado. Pero entre los griegos, en donde la organización política se desarrolla con menos vigor, persiste por mucho tiempo el poder familiar, como un verdadero cuerpo constituido en presencia del Estado; en Italia, por el contrario, surge y predomina inmediatamente este último. Neutralizando por completo la influencia política de la familia, no representa la asociación de familias reunidas, sino la comunidad de todos los ciudadanos. Así, hasta el individuo alcanza muy pronto en Grecia la completa independencia de su condición y de sus actos; se desarrolla libremente fuera de la familia. Este hecho tan importante se refleja hasta en el sistema de los nombres propios, el cual, teniendo un mismo origen en ambos pueblos, se diversifica después de una manera notable. Los griegos unían frecuentemente, en los antiguos tiempos, el nombre de la familia al del individuo, como el adjetivo se une al sustantivo; los romanos afirman, por el contrario, que entre sus antepasados no se usaba más que un nombre, que vino 11 La se me ja nz a de lo s pr in ci pi os co nt in úa, ad em ás, ha st a lo s detalles, como, por ejemplo, en la definición de las justas nupcias, que tienen por objeto la procreación de hijos legítimos” (γάμοςέπί ποίόωνγνησιτωνάρότω – matrimonium liberorum quo erendorum ca us a). Fíjense bien en la palabra άρότω, que significa labranza, sementera. 18

19 después a convertirse en prenombre. Después, mientras que en Grecia el nombre adjetivo de familia desapareció muy pronto, en Roma y en casi todos los pueblos italianos se convirtió en principal, al que se subordinaba el nombre del individuo, el prenombre. Este pierde aquí su importancia y está cada día menos enlazado con aquel; en Grecia, por el contrario, tiene un sentido y una sonoridad completos y poéticos, representándonos, como en una imagen palpable, el nivel social de todos los ciudadanos en Roma y en Italia y la completa inmunidad de que en Grecia disfrutaba el individuo. Podemos representarnos mentalmente las comunidades patriarcales del período helenoitálico; aplicado a los sistemas ulteriores de las sociedades griegas e italianas después de separadas, no será, en verdad, suficiente este cuadro, pero contendrá los primeros lineamentos de las instituciones fundadas, bajo cierto aspecto, de un modo necesario en ambos pueblos. Las pretendidas “leyes del rey Italo”, que continuaban vigentes todavía en tiempo de Aristóteles, contenían prescripciones comunes en el fondo. La paz y el orden legal dentro de la ciudad, la guerra y su derecho en el exterior, el gobierno doméstico del jefe de la familia, el consejo de los ancianos, la asamblea de los hombres libres y capaces de llevar armas; la misma constitución primitiva, en fin, se habían establecido a la vez en Grecia y en Italia. La acusación (crimen, κρίθείν), la pena (poena, ποίνη), la reparación (talio, ταγάωλήναι) proceden de nociones comunes. El derecho tan riguroso que tenía el acreedor para apoderarse del deudor en caso de insolvencia estaba vigente a la vez entre los italianos y entre los tarentinos de Heraclea. Si hemos de creer los datos que suministra Aristóteles acerca de la constitución antigua de la ciudad, el Senado, la Asamblea popular, dueña de rechazar o aceptar las proposiciones emanadas del Senado y del rey, todas estas instituciones, tan exclusivamente romanas, se encuentran también entre los cretenses tan poderosas y tan vivas como en cualquier otra parte. Distínguese igualmente entre los griegos y los Latinos la tendencia a formar grandes confederaciones de estados; se reconocen mutuamente la fraternidad política y se esfuerzan en fundir en un mismo cuerpo las razas vecinas hasta entonces independientes (simmaquia, sinecismo, συνοιχισμός), tendencias comunes, tanto más sorprendentes cuanto que no aparecen en los demás pueblos indogermánicos. Así es, por ejemplo, que la comunidad o municipio germánico en nada se parece a la ciudad grecoitálica, con su rey electivo a la cabeza. Mas por no fundarse en las mismas bases dejan de diferenciarse en gran manera las instituciones políticas de los griegos y de los italianos; con el progreso y el perfeccionamiento debidos al curso de los siglos revistieron en cada país un carácter exclusivo que tendremos lugar de confirmar más exactamente12.

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RELIGIÓN. Lo mismo ha sucedido en los asuntos de la religión. Las creencias populares de Italia y de Grecia están basadas en un fondo común de nociones tomadas del orden físico y transformadas en alegorías y en símbolos; así es que hay gran analogía entre el Panteón griego y el romano; y sabemos cuán importante papel ha desempeñado más tarde en ambos pueblos la muchedumbre de los dioses y de los espíritus. No es ciertamente el acaso el que produce tales semejanzas, el que crea esas figuras divinas tan iguales de Júpiter (Zeus, Jovis), Vesta (Hestia, Vesta); el que produce la noción común del lugar sagrado (templum, τέμενος), de los sacrificios y de las ceremonial pertenecientes a ambos cultos. Por tanto, cada una de estas religiones se hizo nacional y exclusivamente griega o italiana; más tarde casi llegó a perderse toda huella de este antiguo patrimonio común, o fue, por lo menos, ignorado o comprendido al revés. Pero qué hay de extraño en esto? Así como en ambos pueblos, disfrazados en un principio los principales contrastes de su genio bajo la corteza primitiva de la civilización helenoitálica, van separándose y marcándose más cada día, así también en el orden religioso, perdidas las ideas y las imágenes en un todo confuso dentro del alma humana, se separan poco a poco y salen al exterior. Cuando veían que las nubes desaparecían del cielo, exclamaban los incultos campesinos que “la perra celestial perseguía las espantadas vacas de los rebaños de lo alto”. Los griegos olvidaron muy pronto que este nombre dado a las nubes no era más que una sencilla metáfora, y del hijo de su guardiana, encargado como ella de una misión especial, hizo el “mensajero de los dioses, siempre ágil y capaz para hacerlo todo”. Cuando el trueno retumbaba en las montañas, creía ver a Júpiter (Zeus) sentado en el Olimpo y lanzando el rayo; cuando el cielo se despejaba y parecía sonreírle de nuevo, creía estarse mirando en los brillantes ojos de Athenes, hija de Zeus. Pero eran tan vivas las fantásticas creaciones de su espíritu, que no tardó en ver en ellas figuras humanas revestidas con todo el brillo y poder de las fuerzas naturales, y, en la libre riqueza de su fantasía, las modeló, además, y las dotó de todos los atributos compatibles con las leyes de la belleza. No fue menor el sentido religioso de los italianos, pero siguió una dirección muy diferente: unido fuertemente a la idea pura, no la oscureció bajo la forma exterior. Cuando los griegos hacen sacrificios, tienen los ojos vueltos al cielo; los romanos se cubren la cabeza cuando hacen oración; los primeros contemplan, los segundos piensan. En medio de la Naturaleza, los romanos ven siempre lo universal y lo inmaterial. Todo objeto físico, el hombre y el árbol, el Estado y la casa, tiene para ellos su genio que nace y muere con ellos13: toda la naturaleza física, en fin, se refleja y se revive en los espíritus que imagina. Tiene un genio viril para el hombre, una Juno para la mujer, un dios Término para los lindes de los campos, un Silvano para el bosque, un Vertumno para el año y sus estaciones, y así sucesivamente. Hasta tiene divinidades para los actos y funciones especiales: el labrador invoca al dios del barbecho, al de la labor, al de los surcos, al de las sementeras; invoca además otros, cuando entierra la simiente, cuando escarda, y después cuando siega, cuando trilla y cuando encierra el trigo en sus graneros14. Por último, el matrimonio, el nacimiento y todos los demás acontecimientos de la vida tienen en su ritual una consagración análoga. Cuanto más se extiende la abstracción, más se eleva también el dios y se aumenta el temor que inspira; Júpiter y Juno vienen a ser el ideal del hombre y de la mujer; la Dea Dia o Ceres representa la fuerza productora; Minerva, el poder de la memoria; la bona Dea o Dea copra de los samnitas es la buena diosa. Entre los griegos todo es concreto, todo toma cuerpo; entre los romanos, la abstracción y sus fórmulas solo hablan al espíritu. Los primeros desprecian la mayor parte de las leyendas de los antiguos tiempos, porque son muy sencillas y su plástica es demasiado desnuda; los romanos las rechazan por completo, porque la alegoría, aun bajo el más ligero de sus velos, oscurece la santidad severa de sus ideas piadosas. No ha conservado ni siquiera el más lejano recuerdo de los mitos primitivos que han recorrido el mundo; nada sabe, por ejemplo, del Padre común de los hombres, que sobrevivió a un inmenso diluvio, siendo así que esta tradición se ha conservado entre los indios, entre los griegos y aun entre los pueblos de la raza semita. Los dioses de Roma no se casan ni tienen hijos, como, por el contrario, los dioses griegos; no habitan invisiblemente entre los mortales, ni necesitan beber el néctar. Estas nociones inmateriales parecerán muy gastadas o muy oscuras a los críticos superficiales; pero todo viene a demostrar cuán profunda y viva impresión habían hecho en las almas. Si la Historia no dijese que estas nociones habían ejercido más poder que tuvieron nunca en Grecia las figuras divinas creadas a imagen y semejanza de los hombres, el nombre completamente romano de religión (religio), expresión del vínculo moral por el que nos une, nos despertará una idea y proporcionará un nombre que no tiene nada de común con la lengua ni con el pensamiento de los helenos. Así como la India y el Irán bebieron en unas mismas fuentes, la una las formas llenas y espléndidas de su epopeya religiosa y la otra las abstracciones del Zend-Avesta, así también las mismas nociones religiosas han sido el punto de partida de las mitologías griega y romana. Pero mientras que Grecia se une más a la persona de los dioses, predomina en Roma la idea de la Divinidad. En Grecia se mueve la imaginación con entera libertad; en Roma se detiene ante un tipo obligado.

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EL ARTE. – Las artes son la expresión de la vida de un pueblo, no solamente en sus trabajos serios, sino también cuando se refleja en los juegos y en las diversiones públicas. En todo tiempo, y principalmente en las épocas en que entra el hombre por primera vez en la completa y sencilla posesión de su existencia, lejos de excluir estos juegos el pensamiento serio, parece como que le envuelven y le visten. Los elementos primitivos del arte han sido los mismos en Grecia y en Italia; la danza grave de las armas y los “saltos desordenados” (triumphus, θρίαμδος, δι-θυραμδος), las mascaradas de los “hombres de grande abdomen” (σάτυροι, satura), que terminan la fiesta, disfrazados con pieles de oveja o de macho cabrío, y entregándose a juegos de toda especie; el flautista que acompaña y ordena la danza solemne o alegre con los acompasados acentos de su instrumento; todos estos detalles son comunes a los italianos y a los griegos.

En ninguna otra cosa aparece tan clara la estrecha afinidad de los helenos y de los italiotas; en ninguna otra cosa han tomado tampoco ambos pueblos direcciones tan opuestas. Entre los latinos se educa a los jóvenes a puertas cerradas, dentro del estrecho recinto de la casa paterna; en Grecia se persigue, ante todo, el perfeccionamiento múltiple y armónico del espíritu y del cuerpo; se inventa la gimnástica y pedéutica, esas dos ciencias nacionales que todos practican en competencia y que estiman como sus mejores instituciones. El Lacio es estéril en producciones artísticas; los pueblos incultos han hecho en esto tantos progresos como este país; una rápida e increíble fecundidad  hace que aparezcan en Grecia los mitos y la plástica sagrada de las nociones religiosas populares; mucho más tarde surgió ese mundo maravilloso de la poesía y de la estatuaria que no ha vuelto a reproducirse luego. En el Lacio, las verdades poderosas y reconocidas de la vida pública y privada son la prudencia, la riqueza y la fuerza. Los griegos obedecían, sobre todo, a la felicísima supremacía de lo bello. Su culto entusiasta, sensual e ideal a la vez, se dirige al brillante y siempre joven Eros; y cuando su valor decae en los combates, reanímalo la voz de un cantor divino.

Tales eran las dos naciones mediante las que ha alcanzado la antigüedad el punto culminante de su civilización; hay en ellas paridad de nacimiento y divergencia en los caminos recorridos. Los helenos han tenido sobre sus rivales la ventaja de una inteligencia más comprensiva y de una mayor lucidez de espíritu; pero el sentimiento profundo de lo universal en lo particular, la abnegación voluntaria, el sacrificio personal y la creencia severa y firme en los dioses del país, han sido la verdadera riqueza y gloria de la nación itálica. Ambos pueblos han seguido un camino especial, y ambos han obtenido igual éxito. Habría bajezas de miras al echar en cara a los atenienses el no haber sabido comprender la ciudad como los Fabios y los Valerios, o a los romanos el no haber aprendido a esculpir como Fidias o a escribir versos como Aristófanes.

Sus mejores y más exclusivas cualidades fueron las que imposibilitaron al pueblo griego para el tránsito de la unidad nacional a la unidad política, sin cambiar sus libertades cívicas por el despotismo. El mundo del bello ideal lo era todo para los griegos y compensaba lo que le faltaba en la esfera de la vida real. Cuando vemos manifestarse en las tendencias populares las aspiraciones hacia la unidad en Grecia, estamos seguros que tiene por móviles no tanto los consejos directos de la política cuanto la atracción que sobre ellos ejercían las ciencias y las artes. Los juegos olímpicos, los cantos homéricos y la tragedia de Eurípides, he aquí los lazos que unen entre sí a los griegos. Los italianos, por el contrario, inmolaron sin reservas su libre albedrío a la libertad política; aprendieron muy temprano a obedecer a sus padres, para saber después obedecer al Estado. El individuo desaparece, sin duda, esclavizado; los gérmenes más ricos del genio humano podían ser ahogados en su alma; pero ganaba una patria, un patriotismo desconocido en Grecia; y esta es la razón por la que el pueblo romano fue el único, entre todos los pueblos civilizados de la antigüedad, que supo, con un gobierno fundado en el poder popular, conquistar la unidad nacional; y mediante esta unidad, y pasando sobre las ruinas del edificio helénico, pudo llegar a la dominación del mundo. 22

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 III.-

ESTABLECIMIENTOS DE LOS LATINOS

Emigraciones indogermánicas. Extensión de los latinos en Italia. El Lacio. – Establecimientos latinos. – Aldeasfamilias. – La ciudad. – Primeras ciudades: Alba.

 

EMIGRACIONES INDOGERMANICAS. –

 

Las razas indogermánicas tienen su patria en la región occidental del centro de Asia. De aquí es de donde han partido, las unas, hacia el Sur, y se han establecido en la India; las otras, hacia el Noroeste, hacia Europa. Cosa muy difícil sería señalar con más exactitud el país que primitivamente habitaron: solo se conjetura que estaba situado en el interior del continente, lejos del mar, puesto que este no tiene un nombre que pertenezca a la vez a las lenguas de Asia y a las de Europa. Numerosas indicaciones parecen designar las regiones inmediatas al Eufrates; y de este modo ocurre la notable coincidencia de fijar en un mismo lugar el origen de las dos razas más importantes de la Historia: la de los arameos y la de los indogermanos; y si nos remontamos a los tiempos desconocidos en que nacieron las lenguas y la civilización, parecerá también que atestiguan la comunidad primera de unos y otros. Nada más podemos decir de esto, porque faltaríamos a nuestro propósito queriendo seguirlos en sus emigraciones interiores. Parece que después de la separación y partida de la familia india permanecieron los europeos algún tiempo en Persia y en Armenia, donde se dice que inventaron el cultivo de la vid y de los Campos. El trigo, el espelta y la cebada son, en efecto, indígenas de la Mesopotamia. La vid se cría naturalmente al sur del Caucazo y del mar Caspio, así Como el ciruelo, el nogal y otra porción de árboles frutales de fácil aclimatación. Cosa también notable es que la palabra mar sea común a la mayor parte de las razas europeas: a los latinos, a los celtas, a los germanos y a los eslavos, de donde se deduce que debieron de llegar todos juntos a las riberas del Caspio o del mar Negro. Pero qué camino siguieron los italiotas hasta llegar a las regiones alpinas? En qué lugar se detuvieron algún tiempo con sus coemigrantes los helenos? Solo podrá decirse esto cuando se descubra también por qué camino llegaron los helenos a Grecia, si por el de Asia Menor o por el que atraviesa el Danubio. Lo cierto es que, así como los indios han penetrado en su península por la parte del Norte, así también han penetrado por el Norte las poblaciones de Italia (véase Cáp. II). Si seguimos la huella a las etapas de la familia umbriosabélica a lo largo de las crestas montuosas de Italia central, vemos que marcha de Norte a Sur, y sus últimos cambios de lugar pertenecen ya a la época histórica. Menos conocida es la ruta seguida por los latinos. Habían quizá llevado una dirección semejante, análoga, a lo largo de la costa occidental, antes de la irrupción de los pueblos sabélicos. El agua solo cubre las alturas cuando la llanura está inundada ; y puesto que estos últimos se contentaron en un principio con el rudo asilo de las montañas, no intentando hasta más tarde abrirse paso a través de los latinos, es evidente que estos ocupaban hacía mucho tiempo toda la parte llana inmediata a las costas. 23

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EXTENSION DE LOS LATINOS EN ITALIA. 

Sabido es que entre la orilla izquierda del Tíber y las montañas de los volscos, cuya región había sido despreciada cuando las llanuras del Lacio y de la Campania estaban aún abiertas a la inmigración, se había establecido un pueblo latino. Las inscripciones de los volscos demuestran que fue ocupada en seguida por una pequeña nación más bien sabélica que latina. En la Campania, por el contrario, habitaban los latinos antes de las invasiones griegas y samnitas. Ciertos nombres itálicos que allí se encuentran, Novla o Nola (ciudad nueva), Campani, Capua, Volturnus (de volvere, rodar), Juturna (de juvare), Opsci (trabajadores), etc., son anteriores a las incursiones de los samnitas, y atestiguan que en la época de la fundación de Cymea (Cumas) pertenecía aquella región a un pueblo de raza probablemente latina, a los ausones. En cuanto a los antiguos habitantes del país que fue más tarde morada de los lucanios y de los brucios, se denominaban también italianos (Itali, pueblo de la sierra de los bueyes ); así, conviene por muchas razones contarlos entre los italiotas mejor que entre los yapigas, y quizá, no habiendo nada que demuestre lo contrario, entre los latinos. Por lo demás, había ya desaparecido toda huella de su nacionalidad mucho antes de la organización política de Italia. Ya los había absorbido el helenismo, y más tarde aún vino a extenderse por toda la región un enjambre de pueblos samnitas. Las antiguas tradiciones de Roma lo emparentaban también con la nación extinguida de los sículos. Un antiguo historiador de Italia, Antíoco de Siracusa15, refiere que cuando el rey Morges reinaba sobre los italos (en la península Brucia), vino a este país un tránsfuga romano llamado Sikelos. Esta fábula se funda evidentemente en la idea, entonces reinante, de la unidad de raza entre los sículos, de los que aun quedaban algunos en Italia en tiempo de Tucídides16, y los latinos. Si en ciertos dialectos griegos de Sicilia se encuentra un gran número de idiotismos casi latinos, estos no acreditan, ni mucho menos, la pretendida comunidad de lenguaje entre los latinos y los sículos, y son simplemente el resultado de las antiguas relaciones comerciales entre Roma y la Grecia siciliana. Creemos, sin embargo, que la familia latina ocupó en tiempos muy remotos el Lacio, la Campania, la Lucania y la Italia propia, entre los golfos de Tarento y de Laus17, y hasta la mitad oriental de Sicilia. La suerte de todas estas razas ha sido muy varia. Las que habían emigrado a Sicilia, a la gran Grecia y a la Campania estuvieron en contacto con los helenos en una época en que debieron de sufrir su civilización sin ninguna resistencia posible; y fueron, o completamente helenizados, como en Sicilia, o muy debilitados para poder luchar con éxito contra la invasión de los samnitas, pueblos jóvenes y muy vigorosos. Los sículos, italos y morgetas, lo mismo que los ausones, no han desempeñado papel alguno en la historia de la Península. De otro modo sucedió en el Lacio, donde no se había fundado ninguna colonia griega; aquí supieron los habitantes, después de prolongadas luchas y reñidos combates, rechazar la invasión de los sabinos y de sus vecinos del Norte. Echemos una ojeada sobre esta pequeña región, cuyo pueblo ha influido más que otro alguno en los destinos del mundo.

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EL LACIO. –

En una época remotísima ha sido la llanura del Lacio teatro de formidables trastornos geológicos. Las lentas formaciones neptunianas y las erupciones volcánicas han producido, capa por capa, ese notable territorio, donde se decidió un día la fortuna del pueblo a quien estaba prometido el imperio de la tierra. Está cerrado al Este por la cordillera de los montes Sabinos y Equos, que se derivan del Apenino; al Sur, por los picos del país de los volscos, de 4.000 pies de altura, y que, dejando entre ellos y el Apenino el antiguo territorio de los hérnicos o el valle superior del Sacco (Trerus, afluente del Liris), corren hacia el Oeste y van a terminar en el promontorio de Terracina. Al Oeste está limitado por el mar, que solo presenta en sus costas pocos y pequeños puertos; por el Norte, en fin, va a perderse en la accidentada región de Etruria. En ese cuadro se ostentan llanuras majestuosas, recorridas por el Tíber o torrente de la montaña, que desciende del macizo de la Umbría, y por el Anio, que procede de la Sabina. Al Norte surge el islote calcáreo y escarpado del Soracta; al Sudoeste se eleva el estribo del promontorio Circeyo; y muy cerca de Roma, la colina del Janículo, parecida a la anterior, si bien pequeña. En otras partes se elevan algunos conos volcánicos, muchos de cuyos extinguidos cráteres se han convertido en lagos. Citemos el más importante de ellos, el cono del monte Albano, que se levanta escarpado entre el eslabón volsco y el Tíber. Aquí fue donde vino a establecerse un día la raza conocida en la Historia con el nombre de raza latina, la raza de los antiguos latinos (prisci latini), como se llamaron más tarde, para distinguirse de otros pueblos de la misma familia que se habían fijado en otras comarcas. El Lacio no comprende más que una parte de la llanura de la Italia central. Toda la región situada al norte del Tíber ha permanecido extraña y hostil a los latinos. Nunca ha existido entre ambos países una alianza perpetua ni una paz durable: solo cortas treguas han interrumpido un momento sus continuas guerras. La frontera latina se ha fijado desde los más remotos tiempos en las orillas del Tíber, sin que la Historia ni la tradición hayan podido nunca indicar la fecha precisa de este importante acontecimiento. En los tiempos en que va a comenzar nuestro relato pertenecen las tierras bajas y pantanosas, al sur del monte Albano, a pueblos umbriosabélicos, a los rútulos y a los volscos: Ardea y Velitres no son ya ciudades puramente latinas. El Lacio propio no se extiende más allá de la región estrecha que rodean el Tíber, los estribos del Apenino, el monte Albano y el mar. Vista la ancha llanura (Latium)18 desde la cima del monte Cavo, tiene apenas una extensión de 34 minas (alemanas) cuadradas (272 kilómetros cuadrados aproximadamente); esto es, algo menos que el actual cantón de Zurich. El país no es enteramente llano; a excepción de las arenosas costas que inundan 18 Latium, con la a breve, puede, sin duda, derivarse de la misma raíz que πλατύς, latus (lado); pero puede también derívarse de latus, largo (con la a larga). 25

26 algunas veces las avenidas del Tíber, está entrecortado por profundos barrancos y enlazadas colinas, poco elevadas por lo general, pero algunas muy escarpadas. Esta constitución del suelo da por resultado la formación de grandes charcos de agua en el invierno, que se evaporan durante el verano y cargan la atmósfera de miasmas febriles, que se desprenden de las materias orgánicas descompuestas en el agua. Así, en otros tiempos, y aun en nuestros días, ha sido y es el verano muy insalubre en las inmediaciones de Roma. Hase atribuido sin razón esta insalubridad del suelo a la decadencia de la agricultura, así en el último siglo de la República como bajo el gobierno actual; tiene ante todo una causa constante: la falta de pendiente en el terreno y el consiguiente estancamiento de las aguas. Es claro que el mucho cultivo puede hasta cierto punto purificar el aire, y sin que se afirme que esto solo baste para la explicación del fenómeno, es posible que el suelo, siempre removido en la superficie, se prestaría mejor a absorber las aguas que, de otro modo, conserva. Sea como quiera, hay un hecho constante que nos admirará siempre, a saber: la acumulación de una población agrícola tan numerosa en un país que hoy no la tolera sin que la devore al momento la fiebre, y donde el viajero no puede permanecer ni una sola noche sin ser atacado. Tales son la campiña de Roma y las tierras bajas de Sibaris y Metaponte. Puede explicarse este problema diciendo que en el estado semibárbaro tienen los pueblos un instinto más verdadero de las condiciones físicas que los rodean, que se acomodan más dócilmente a sus exigencias y que hasta gozan de una constitución corporal más elástica o mejor apropiada al suelo? Todavía vemos, en la actualidad, al labrador de Cerdeña emprender su tarea en medio de los mismos peligros; allí también reina el aria cattiva, y, sin embargo, sabe librarse de su influencia, ya sea por el modo de vestir, ya por la inteligente elección de sus alimentos o de las horas de trabajo. De hecho, los mejores medios de defensa consisten en vestirse de lana o pieles y encender hogueras que arrojen grandes llamaradas, y ya sabemos que el campesino romano salía siempre cubierto de gruesas telas de lana y no dejaba nunca que se apagase su hoguera. Por lo demás, la campiña tenía gran atractivo para un pueblo agricultor: sin ser de una fertilidad sorprendente, su suelo es ligero, y penetra en él sin trabajo la azada del emigrante. Solo exigía poco o ningún abono; el trigo rinde allí casi cinco por uno19. El agua potable es muy rara; de aquí su alto precio, y hasta la santidad atribuida a todas las fuentes de agua viva. 19 Un estadístico francés, M. Dureau de la Malle (Economie politique des Romains, t. II, pág. 226), compara la Limagna de Auvernia a la ca mpiña de Roma: allí también se en cuentra una extensa llanura, per o des igual y surcad a de bar rancos, y cuyo suelo es un a mezc la de ce n izas y de lava s de scom pu esta s, proced ente s de antiguos volcanes extinguidos. La población (2.500 habitantes por legua cuadrada) es una de las más densas que se encuen tran en un país puramente agrícola. La propiedad está muy dividida, y el cultivo se hace solo por la mano del hombre con la azada, el tridente y el azadón; algunas, aunque muy raras veces, se reemplazan con un arado ligero tirado por una yunta de vacas, y aun a veces, al lado de la única bestia que poseen, tira la mujer del campesino. La yun ta tiene allí dos fines: nutrir con su leche y cultivar el campo. Este da dos cosechas anuales: una de trigo y otra de forraje, sin descansar jamás por el barbecho. El arrendamiento medio anual es de 100 francos por arpenta (o sea 95 pesetas por cada 23 áreas 48 centiáreas). Si este mismo país perteneciese a seis u ocho grandes propietarios, los jornaleros reemplazarían muy pronto al pequeño labrador, y en menos de un siglo se verí a a la rica Limagna convert ida en un des iert o triste y miserable, como lo está hoy la campiña de Roma. 26

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27 ESTABLECIMIENTOS LATINOS. – Ningún relato de los que han llegado hasta nosotros da a conocer la serie de emigraciones mediante las cuales han venido a establecerse los Latinos en el país que lleva su nombre. Sin embargo, aunque estamos reducidos a los medios que proporciona la inducción para remontarnos hasta esos tiempos, llegamos a ciertos justificantes, o por lo menos a conjeturas que no carecen de verosimilitud.

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ALDEAS-FAMILIAS. –

Dividíase, en un principio, el territorio romano en cierto número de circunscripciones perteneciente cada cual a una sola familia, y que se agrupaban entre sí para formar los antiguos cantones o circunscripciones rurales (tribus rusticœ). Así, se refiere que la tribu claudiana se constituyó por el establecimiento de la familia Claudia en las orillas del Anio; y se puede decir otro tanto, según los nombres que llevan, de todas las tribus que ahora existen. Las denominaciones no se tomaban, en aquellos tiempos, de las localidades, como veremos que se hace después para las aglomeraciones más recientes, sino que reproducen el nombre de la familia; así como las familias que han dado su nombre a los cuarteles donde vivieron acantonadas en la campiña de Roma, vendrán a ser después las antiguas gentes patriciœ, los Emilios, los Cornelios, Fabios, Horacios, Menenios, Papirios, Romilios, Sergios, Veturios, etc., a no ser que se extingan en un principio, como sucedió a otros muchos (los Camilos, Galerios, Lemanios, Panios, Voltinios, etc.). Es cosa notable que no haya ninguna de ellas que venga después a instalarse por primera vez en Roma. Aquí, como en el resto de Italia y como en Grecia, cada cantón va formándose poco a poco con cierto número de pequeñas aldeas situadas en el mismo lugar y cuyos habitantes pertenecían a las mismas familias. De la casa (οίκίαo de la familia helénica) es de donde proceden el Comes o el Demos (χώμηδήμος, villa, tribu), lo mismo que la tribu de los romanos. En Italia son también análogos los nombres: el vicus (οίκός, que significa también la casa) y el pagus (de pangere, edificar) indican visiblemente la reunión de la tribu bajo el mismo techo; solo con el tiempo y por una derivación del sentido literal que el uso explica es como significará, más adelante, villa y aldea. Así como la casa tiene su campo, así también la aldea o las casas de la comunidad tienen su territorio determinado; el cual, como más adelante veremos, se cultiva mucho tiempo como campo patrimonial; es decir, con arreglo a la ley de la comunidad. Pero no ha dado la casa-familia de los Latinos origen a la aglomeración por tribus hasta tiempos muy posteriores a su establecimiento en el Lacio? No traerían quizá consigo ya formada esta institución? No podemos decirlo, como tampoco sabemos si al lado de los parientes no ha admitido alguna vez la familia en su seno individuos de sangre extraña.

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LA CIUDAD. –

En un principio no formaron estas comunidades de familia otros tantos centros independientes unos de otros, sino que fueron considerados muy luego como elementos integrantes de un cuerpo político (civitas, populus). La ciudad se compone de cierto número de pagos que tienen su origen común, hablan una misma lengua, obedecen a los mismos usos, están obligados a asistirse unos a otros con justicia y ley iguales y permanecen asociados para la defensa y para el ataque. Lo mismo la ciudad que la gens (familia) tienen siempre su asiento determinado en un punto cualquiera del territorio. 27

28 Pero como los ciudadanos, miembros de las diversas gentes, habitaban en sus respectivas aldeas, pudo suceder que la ciudad propiamente dicha estuviese solo constituida por una aglomeración de habitantes; que no fuese más que el forum de la asamblea general, que encerrase el lugar del consejo y de la justicia y los santuarios comunes, en la cual los ciudadanos se reunirían cada ocho días para sus fiestas o para sus negocios y hallarían, en caso de guerra, un abrigo más seguro contra las incursiones del enemigo, para ellos y para sus rebaños. Pero este centro ni es regular ni está muy poblado. El sitio en que se halla se llama en Italia la altura (capitolium), άκρα(la cima del monte); o la ciudadela (arx, de arcere, rechazar); no es una ciudad, pero lo será más tarde, cuando las casas apoyen en la ciudadela y estén rodeadas de una obra (oppidum) o de un recinto (urbs, semejante a urbus, curvus, orbis). La diferencia esencial entre la ciudadela y la ciudad consiste principalmente en el número de puertas: la primera no tiene más que las menos posibles, una por lo común; la segunda tiene muchas, tres por lo menos. La fortaleza central con los pagos construidos al exterior es un sistema propio de Italia: aún se encuentran restos de ellas en la parte del país en que las ciudades no se han formado ni extendido hasta muy tarde, en donde la aglomeración de habitantes se ha efectuado solo parcialmente. En el antiguo país de los marsos, por ejemplo, y en los pequeños cantones de los Abruzos, cuando se recorre el país de los equículos, los cuales aún no tenían ciudades en tiempo de los emperadores, sino que vivían en numerosos pueblos o aldeas abiertas, se encuentran una multitud de recintos amurallados, especie de ciudades desiertas, con su santuario particular aún en pie, y que admiraron a los arqueólogos romanos lo mismo que a los de nuestros días. Los romanos los atribuían a sus aborígenes (aborigines); los modernos los atribuyen igualmente a los pelasgos. No es exacto que fuesen antiguas ciudades cerradas, sino reductos o refugios de los habitantes de los pagos que los levantaban. Tales refugios, más o menos artísticamente construidos, han existido sin duda alguna en toda Italia en una época en que, pasando poblaciones de la vida de los campos a la vida urbana, rodeaban con una muralla de piedra las ciudades de población aglomerada; se debe, naturalmente, pensar que las que continuaron viviendo en lugares abiertos debieron de reemplazar con obras de piedra las murallas de tierra o las líneas de maderos de sus fortalezas. Luego que reinó en los campos la paz y la seguridad, se hicieron inútiles los refugios y fueron abandonados, viniendo a ser su destino primitivo una especie de enigma para las generaciones posteriores.

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PRIMERAS CIUDADES: ALBA. –

Los pagos, con su fortaleza por capital, o las asociaciones formadas por cierto número de gentes o familias, son, pues, verdaderas unidades políticas, constituidas ya en el momento que va a abrirse la historia de Italia. Por lo que toca al Lacio, no podemos decir con certeza en qué lugar se ha formado ni cuál ha sido su importancia. El monte Albano, aislado en medio de la llanura, ofrecía un refugio natural y seguro, donde los habitantes encontraban un aire sano y fuentes de agua pura y cristalina, y ha debido de ser el primer punto ocupado. En la pequeña meseta que en él se encuentra, encima de Palazzuola, entre el lago (lago di Castello) y la montaña (monte Cavo), es donde debió de estar situada la ciudad de Alba, considerada por todos como la más antigua ciudad latina y como la metrópoli de Roma y de los demás establecimientos del Lacio. En este mismo punto, y sobre las faldas de las colinas, se levantaban también los antiguos muros de Lanubium de Aricia y de 2829 Tusculum. Encuéntranse allí todavía esas construcciones primitivas, obras de una civilización aún en mantillas, pero haciendo ver al mismo tiempo que, cuando Palas Atenea se muestra a los pueblos, no vacila en aparecer adulta y completamente formada. Debajo del lugar que ocupó Alba, por el lado de Palazzuola, está la roca cortada a pico; por el Sur cae bruscamente el monte Cavo, haciendo impracticable por este lado el acceso. Igual defensa ha hecho, por la parte Norte, un trabajo artístico, y solo ha dejado libres dos pasos estrechos y fáciles de interceptar a los lados del Este y del Oeste. Es, sobre todo, admirable el túnel, de la altura de un hombre, abierto en una dura roca de lavas de seis mil pies de espesor. Este canal ha servido para dar salida a las aguas que forman el lago del antiguo cráter, y ha dado a la agricultura un territorio fértil en medio de la montaña. Las colinas de la cordillera sabina eran también fortalezas naturales. Las ricas poblaciones de Tibur y de Preneste tienen evidentemente su origen en ciudades que allí formaron los antiguos pagos. Labicum, Gabies, Nomentum, en la llanura, entre el monte Albano, la Sabina y el Tíber; Roma, sobre el mismo río; Laurentum y Lavinium, cerca de la costa, tienen un origen semejante: todos han sido, en mayor o menor escala, centros diversos de la colonización latina, sin hablar de otros muchos lugares en gran número, cuyo nombre más ilustre ha desaparecido para siempre. Todas estas ciudades fueron autónomas en un principio; cada una se regía por su príncipe con las asistencias de los ancianos y de la asamblea de los ciudadanos armados. La comunidad de la lengua y de la raza produjo, además, otros efectos: una institución política y religiosa de la mayor importancia, el pacto de eterna alianza entre todas las ciudades latinas, que tiene evidentemente su causa en la estrecha afinidad que las unía. La prioridad en la federación perteneció, según el uso latino y griego, a la ciudad en cuyo territorio se hallaba el santuario federal. Cupo este privilegio a Alba, la más antigua y la más importante de las ciudades latinas. En un principio hubo allí treinta ciudades federales: encuéntrase constantemente en Grecia y en Italia el número treinta, como expresión de las partes interesadas en toda asociación política. La Historia no nos ha legado los nombres de las treinta ciudades del antiguo Lacio o de las treinta colonias albinas, que por tales debieron de ser tenidas en aquella época. Y así como los beocios y los jónicos, igualmente confederados, tenían sus fiestas panbeocianas y panjónicas, así también tuvo la asociación latina sus solemnidades anuales (latinae feriae), celebradas sobre el monte Albano (mons Albanus), el día designado por el jefe de la federación, y en el que los latinos reunidos inmolaban un toro al dios del Lacio (Jupiter Latiaris). Cada ciudad contribuía con su parte, y según una regla invariable, para el aprovisionamiento de los banquetes de la festividad, llevaba ganado, leche y queso, y recibía también su parte de carnes asadas al tiempo del sacrificio. Todos estos usos han durado mucho tiempo y son muy conocidos; en cuanto a los efectos legales de semejante asociación política, sólo se sabe algo por conjeturas. Durante toda la antigüedad, además de las solemnidades religiosas que reunían a la multitud sobre el monte Albano, hubo también frecuentes asambleas en un lugar inmediato y designado para las deliberaciones de interés público. Hablamos de los consejos celebrados por los representantes de las diversas ciudades, cerca de la fuente Ferentina20 (no lejos de  Marino). No puede, en efecto, formarse ninguna confederación sin una cabeza, sin un poder que dirija y mantenga el orden en todo el territorio confederado. La tradición, conforme con lo que en esto parece más verosímil, nos dice que las infracciones del derecho federal eran perseguidas ante una jurisdicción regularmente constituida, y que tenía derecho hasta de imponer la pena capital. También son evidentemente instituciones del código federal el gozar de una ley común y el poderse celebrar matrimonios entre los individuos de las ciudades latinas. Eran considerados legítimos los hijos nacidos del matrimonio entre un ciudadano latino y una mujer de la misma raza, y podían adquirir tierras en todo el Lacio y dedicarse libremente a sus negocios. Si surgía alguna diferencia entre las ciudades, resolvíalas el poder federal, ya por una sentencia o por vía de arbitraje. Pero llegaban sus atribuciones hasta restringir, con detrimento de las ciudades, su soberanía individual, su derecho de paz y de guerra? Nada hay que lo demuestre. No cabe duda, por otra parte, que por el hecho de la confederación podía una guerra local convertirse en federal, ya fuese ofensiva o defensiva; en este caso, todas las tropas obedecían a un general común. Pero no puede concluirse de aquí que todas las ciudades estuviesen legalmente obligadas a dar en todos los casos su contingente, o que no les fuese, por el contrario, nunca permitido hacer la guerra por su propia cuenta ni aun contra un miembro de la federación. A creer ciertos indicios, reinaba en el Lacio, por lo menos durante las festividades latinas como en Grecia durante las fiestas federales, una especie de tregua de Dios21; los beligerantes debían darse mutuamente salvoconductos. En cuanto a los derechos pertenecientes a la ciudad que tenía la prioridad, es imposible determinarlos en naturaleza y extensión; no conozco razón alguna que autorice a considerar a los albanos ejerciendo una verdadera hegemonía sobre el Lacio; y es muy probable que sus privilegios fuesen una cosa parecida a la presidencia honoraria concedida por los griegos a la Elide22. En sus principios no tuvo la confederación un derecho estable y ordenado: todo era allí variable e indeterminado. Como no fue una agregación de pueblos, más o menos extraños, debida a la casualidad, llegó a ser pronta y necesariamente la representación en el orden político y legal de la nacionalidad latina. Podrá no haber comprendido siempre en su alianza la totalidad de las ciudades del Lacio; pero jamás ha admitido en 31 su seno a los no latinos. Ha tenido sus análogas en Grecia, no tanto en la Anfictionía délfica como en las ligas boecia y etolia. Nos limitamos a estos, porque no contentarse con un simple bosquejo y querer el cuadro completo es exponerse al error. No describiremos el movimiento y el juego de estos antiguos elementos de la ciudad latina; ningún testimonio fidedigno hay que diga cómo las ciudades se han unido o rechazado. Pero queda un hecho importante, a saber: que sin abandonar nunca su autonomía en provecho del centro, han experimentado y activado, sin embargo, el sentimiento de una dependencia común y recíproca y preparado la transición necesaria del particularismo cantonal, por donde comienza la historia de todos los pueblos, a la unidad nacional, por donde acaba o debe acabar la revolución de su progreso. 31

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 IV

ORIGENES DE ROMA

Los ramnes. -Los ticios y los lúceres. -Roma, mercado del Lacio. – La ciudad Palatina y las siete colinas. – Los romanos de las colinas sobre el Quirinal.

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LOS RAMNES. –

A unas tres millas alemanas (unos 25 kilómetros) más arriba de la desembocadura del Tíber y cerca de sus orillas se encuentra una porción de colinas, más altas en la orilla derecha que en la izquierda; hace más de veinticinco siglos que viene unido a estas últimas el nombre de Roma. De dónde procede este nombre? Cuándo ha aparecido? La Historia lo ignora: según las primeras noticias que han llegado hasta nosotros, los habitantes de la ciudad fundada en este lugar no se llamaban romanos, sino ramnes (Ramnes), según la regla gramatical de la elisión de las vocales, familiar a las lenguas primitivas y que los latinos abandonaron muy pronto23. La ortografía de la palabra ramnes es por sí misma un testimonio seguro de su inmemorial antigüedad. De dónde se deriva? Qué sentido tiene? Nada nos lo indica de un modo seguro: quizá deba entenderse por ramnes los hombres de la selva o de los bosques.

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LOS TICIOS Y LOS LÚCERES. –

Los ramnes no ocupaban solos las colinas tiberianas. La división administrativa de la antigua Roma indica que esta provino de la fusión de tres tribus, quizá independientes en su origen: la de los ramnes, la de los ticios y la de los lúceres. Verificóse allí un fenómeno de sinecismo parecido al que dio nacimiento a Atenas24.

Esta triple división de la ciudad romana se remonta tan alto, que ha pasado al lenguaje político. Las palabras partir y parte expresan entre los romanos, hablando con propiedad, la división por tercios (tribuere, tribus): solo después de mucho tiempo, lo mismo que sucede con la palabra cuartel entre los modernos, se cambió el sentido primitivo especial por una acepción más lata y más general que no hace mérito del número25. Verificada la unión, cada una de las tres tribus primitivas poseyó su tercio del territorio primitivo común y fue igualmente representada en el ejército y en el Consejo de los ancianos. Encuéntrase también la huella de la división por terceras partes en todo el sistema del culto. Los miembros de los antiguos colegios sacerdotales, las Vírgenes sagradas, los Salios, los Arvales, los Lupercales y los Augures son siempre un número divisible por tres. Por otra parte, cuántos errores y absurdos se han hacinado en los libros con ocasión del triple elemento de la ciudad romana! Este es el punto de partida de la crítica irracional, que ha intentado probar que Roma fue fundada por una mezcla de hombres procedentes de diversos países, o que se esfuerza en representar las tres grandes razas itálicas, contribuyendo cada cual con su contingente a la fundación de la ciudad primitiva. El pueblo romano, ese pueblo, el único entre todos, que ha formado sólo para sí su lengua, su constitución y su religión, no sería más que una masa informe de restos etruscos, sabinos, helénicos o quizá pelásgicos. Dejemos a un lado estas hipótesis, fundadas en el aire o contrarias al buen sentido, y digamos en pocas palabras todo lo que hasta el día ha podido averiguarse acerca del origen de los pueblos que han constituido la ciudad romana.

Los ramnes eran latinos; esto no puede ponerse en duda; han dado su nombre a la nueva ciudad romana y han contribuido esencialmente a fijar la nacionalidad formada de la unión de sus diversos miembros. Difícil es decir algo de los lúceres. Nada impide, sin embargo, ver en ellos un pueblo latino. En cuanto a la segunda tribu, la de los ticios, están unánimes las tradiciones en reconocerles su procedencia sabina. Una de estas tradiciones, quizá fuente de todas las demás, se refería a la cofradía llamada Ticiana26, que debió de ser fundada con motivo de la entrada de los ticios en la ciudad y con el objeto de asegurar la conservación de los ritos sabinos que habían llevado consigo. Es posible presumir que en una época muy remota, cuando las razas latinas y sabélicas no estaban aún tan radicalmente separadas por la lengua y las costumbres como lo estuvieron después los romanos y los samnitas, haya entrado en el seno de una comunidad Latina una tribu sabélica cualquiera. Además, como, según los datos de su tradición más antigua y verosímil, los ticios han conservado su existencia independiente frente a los ramnes, puede creerse que han obligado a estos a sufrir su compañía (sinecismo). Desde este punto de vista, convenimos en que ha habido mezcla de dos nacionalidades, pero mezcla superficial, y cuya forma y condiciones recordarán algunos siglos después el establecimiento en Roma del sabino Attus Clauzus (o Appius Claudius), seguido de su numerosa clientela. Ni la acogida de los ticios entre los ramnes, ni el derecho de ciudad concedido a los claudianos en Roma, permiten colocar a los romanos entre los pueblos de sangre mezclada. A excepción de algunos detalles introducidos en el ceremonial religioso, no se encuentran en parte alguna, entre ellos, manifestaciones o indicios del elemento sabélico; nada hay, por último, en la lengua latina que revele el serio ataque que hubiera recibido en caso de ser cierta semejante hipótesis27. Sería notable que la introducción de una sola tribu extraña hubiera bastado  para alterar de un modo marcado el carácter nacional. Agréguese a esto, porque no debe olvidarse este hecho, que en el tiempo en que los ticios vinieron a establecerse al lado de los ramnes tenía por centro la nacionalidad latina, no solamente el territorio romano, sino todo el Lacio. La nueva ciudad de Roma, no obstante la inmistión de algunos elementos de origen sabélico, no ha cesado de ser lo que cuando era ciudad de los ramnes; a saber: una pura fracción de la nación latina.

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ROMA, MERCADO DEL LACIO. –

Mucho tiempo antes del establecimiento de una ciudad propiamente dicha en las orillas del Tíber, parece que los ramnes, los ticios y los lúceres, primero separadamente y después en común, habían ocupado las diversas colinas tiberinas. Tenían sus fortalezas en la cima de estas colinas y sus aldeas en la llanura inmediata, la cual cultivaban. Vemos un vestigio tradicional de estos antiguos tiempos en la fiesta del lobo (lupercalia). Esta es la fiesta de los labradores y de los pastores. Celébrase sobre el monte Palatino por la gens Quinctia, con juegos y recreos de una sencillez patriarcal. Cosa notable! Esta fiesta se perpetuó más que ninguna otra de las solemnidades paganas, hasta en la Roma cristiana.

Tales fueron los primeros establecimientos de donde parece haber salido la ciudad de Roma. Esta no fue, hablando con propiedad, fundada de una vez, como cuenta la leyenda: edificar a Roma no ha podido ser obra de un día. De dónde procede, pues, su preeminencia política, tan precoz entre las demás ciudades latinas, siendo así que todo parecía impedirlo por la constitución física del suelo? Este es, en efecto, en Roma menos sano y menos fértil que en las inmediaciones de las demás ciudades del Lacio. Allí no prosperan ni la viña ni la higuera, y las fuentes vivas son raras y pobres. La fuente de los Cámenes, en la puerta Capena, cuya agua es excelente, es sumamente pobre, y lo mismo puede decirse de la fuente Capitolina, encerrada más tarde en el Tullianum28. El territorio estaba, además, expuesto a las frecuentes inundaciones del río, que, engrosado por los torrentes que bajan de la montaña en la estación de las lluvias, no tenía una corriente bastante rápida hacia el mar y refluía a los valles y a las depresiones del terreno que media entre las colinas, formando en él numerosas marismas. Esta región no ofrecía, por si misma, atractivo alguno al emigrante, y hasta los antiguos reconocían que si la colonización ha venido a establecerse en aquel suelo malsano y poco fértil, no ha sido espontánea y naturalmente; en una palabra: que solo la necesidad o un motivo especial e imperioso ha podido determinar la fundación de Roma. La leyenda parece también acreditar la extravagancia del hecho; de aquí la fábula de la construcción de la ciudad por una escuadrilla de tránsfugas procedentes de Alba al mando de dos príncipes de sangre real: Rómulo y Remo. No debe verse en este cuento el esfuerzo sencillo de la historia primitiva intentando explicar el raro establecimiento de Roma un lugar tan poco favorecido por la Naturaleza, y queriendo, al mismo tiempo, enlazar los orígenes de la ciudad a los de la antigua metrópoli del Lacio? La historia verídica y severa debe, ante todo, desechar todas estas fábulas, que ni siquiera tienen el mérito de un bosquejo poético. Pero, pasando adelante, no podrá negárseme que saque del examen de las circunstancias locales, si no el relato exacto de la fundación de Roma, por lo menos la razón de sus progresos tan admirables y rápidos y la explicación del rango que ha ocupado entre las ciudades del Lacio.

Fijemos primeramente los límites primitivos del territorio romano. Al Este encontramos las ciudades de Anteme, Fidenes, Coenina, Collacia y Gabia, situadas en un radio muy corto, a menos de dos leguas de las puertas del recinto de Servio. La frontera romana no debía, por tanto, extenderse por algunos puntos fuera de este recinto. Encontrábanse, además, al Este, a unas cinco leguas de distancia, las poderosas ciudades de Tusculum y de Alba; por este lado no debía de llegar el territorio más allá de la fossa Cluiliana (unos ocho kilómetros). Al Oeste llegaba la frontera al límite de la sexta milla entre Roma y Lavinium, pero mientras que por la parte de tierra está encerrada en estrechas fronteras, se extiende, en cambio, hasta el mar el dominio primitivo de la ciudad por las orillas del Tíber; entre Roma y la costa no se ha conocido nunca ciudad, ni siquiera aldea alguna independiente. La leyenda, que explica a su manera todos los orígenes, refiere el modo cómo Rómulo arrebató a los veyenes las posesiones romanas de la orilla derecha, las siete aldeas (septem pagi) y las importantes salinas situadas en la desembocadura del Tíber; cómo el rey Ancus fortificó la cabeza de puente, el monte Janus (o Janiculo), sobre la ribera derecha, y construyó en la izquierda El Pireo romano, el puerto y la ciudad que dominan las bocas del río (Ostia). Los campos inmediatos de la orilla etrusca pertenecieron desde un principio a Roma, lo cual se demuestra por la existencia de un santuario consagrado, en tiempo muy remoto a la buena diosa (Dea Dia)29, y colocado en el límite de la cuarta milla en el camino construido más tarde para ir al puerto (via portuese). Allí se celebraban las grandes fiestas de la agricultura y las procesiones de los Arvales. Allí vivía, desde tiempo inmemorial, la gens Romilia, la más ilustre entre todas las familias romanas. El Janículo formó desde un principio parte de la ciudad, y Ostia fue su colonia, su arrabal, por decirlo así. No se crea que el acaso ha entrado por nada en todas estas creaciones. El Tíber era para el Lacio el camino natural del comercio; su desembocadura, en una costa sin puertos, ofrecía al navegante un abrigo único y necesario en sus expediciones, y fue siempre para los latinos una buena defensa contra los pueblos establecidos al Norte. Necesitábase un punto de escala para el tráfico fluvial y marítimo y una ciudadela para asegurar a los latinos la posesión de su frontera por la parte del mar. Ahora bien qué lugar había más a propósito para este objeto que aquel en que está situada Roma, que reunía a la vez las ventajas de una fuerte posición y de la proximidad al río; de Roma, que dominaba ambas orillas hasta la desembocadura, y que ofrecía a los barqueros que bajaban por el Tíber superior o el Anio una escala fácil y un refugio más seguro que los demás de la costa a los pequeños buques que huían de los piratas de alta mar? Roma  debe, pues, su rápida y precoz importancia, si no a su fundación, a circunstancias enteramente comerciales y estratégicas. Citemos otras pruebas mucho más concluyentes que los cuentos formados a capricho y aceptados tiempo ha por la Historia. Notemos, en primer lugar, las antiguas y estrechas relaciones con Cerea, que tenía en Etruria la misma situación y desempeñaba el mismo papel que Roma en el Lacio, relaciones creadas por la vecindad y la amistad comercial. Notemos la singular atención que ponen en construir y conservar el puente del Tíber, considerado como uno de los objetos más interesantes de la República30; la galera colocada en las armas de la ciudad; los derechos de aduanas impuestos ya en esta época a todas las importaciones o exportaciones por el puerto de Ostia (promercale), quedando exentas las destinadas al consumo personal del dueño del cargamento (usuarium). También es antiquísimo en Roma el uso de la moneda y los tratados comerciales con las plazas marítimas extranjeras. Todo esto hace comprender, y la leyenda lo confirma además, que Roma no ha sido fundada ni edificada de una vez; que lo fue poco a poco, y que entre las ciudades latinas fue quizá la más nueva en vez de ser la más antigua. Antes del establecimiento del gran mercado (emporium) en las orillas del Tíber ya habían sido ocupadas y pobladas las tierras del interior; el monte Albano y las demás colinas de la campiña estaban ya coronadas de sus ciudadelas. Que Roma haya sido fundada en virtud de una decisión de los Latinos confederados, que deba más bien su nacimiento a las miras de un atrevido fundador olvidado después, o que sea, en fin, el resultado natural de ese movimiento comercial atestiguado por indicios seguros, importa poco después de todo; nosotros intentaremos emitir respecto a esto una conjetura tal vez imposible.

A estas consideraciones sobre la excelente situación comercial de Roma vienen a unirse otras observaciones útiles. Cuando la Historia ilumina con sus primeros resplandores esos tiempos, la ciudad aparece ya en su unidad exclusiva, con su recinto amurallado en medio de la confederación latina. Parece probable que mientras los Latinos persisten en habitar lugares abiertos y no se reúnen en la ciudadela común sino en los días de fiesta o de consejo o en caso de inminente peligro, los romanos habían abandonado más pronto y fácilmente estos hábitos de vida en el exterior. Lejos de nosotros la pretensión de que los romanos hayan dejado por esto de ocupar sus casas de campo y que no hayan continuado teniendo allí su verdadero hogar doméstico; pero el aire de la campiña era malsano y los habitantes se sentían naturalmente inclinados a construirse una habitación sobre las colinas, donde respiraban una atmósfera más pura y saludable. Después, al lado de los campesinos que se hacían ciudadanos, vino a establecerse muy pronto una población numerosa que no se dedicaba a la agricultura, compuesta a la vez de indígenas y de extranjeros. Esto es lo que hace comprender la intensidad de la población total del antiguo territorio romano, que, teniendo apenas unas nueve leguas cuadradas, sobre un suelo de marismas y arenisco, podía ya alimentar en tiempo de su primitiva constitución política 3.300 hombres libres, armados para la defensa de la ciudad, que contenía, cuando menos, una población de 10.000  habitantes libres. Aún hay más: cuando se conoce a Roma y su historia se sabe que el rasgo más notable de sus instituciones públicas y privadas era la organización, en extremo exclusiva, del derecho de ciudad y de comercio; al lado de los demás italianos, y particularmente de los latinos, se distinguió sobre todo por la separación radical establecida entre los ciudadanos propiamente dichos y los campesinos o aldeanos. No vayamos, por tanto, a buscar en Roma una plaza de comercio a la manera de Corinto y de Cartago; el Lacio era, ante todo, un país agrícola, y Roma ha sido y es ciudad latina. Pero ha debido a su posición comercial y al espíritu exclusivista de sus ciudadanos el ocupar un rango aparte y ponerse a la cabeza de las demás ciudades latinas. Como era el mercado del país, se desarrollaron allí rápida y poderosamente las prácticas de la vida urbana, al lado y sobre las de la vida de los campos, a las que habían permanecido fieles los latinos. Estas prácticas los hacía de una condición más elevada. Y en verdad que la investigación y el estudio de los progresos estratégicos y comerciales de la ciudad tiberiana son mucho más fecundos e importantes que el análisis minucioso de las casi invariables condiciones en que han vegetado tantas otras sociedades de los antiguos tiempos. Hallamos, en fin, la huella y las etapas del progreso de Roma en las tradiciones relativas a sus diversos recintos y a sus fortificaciones sucesivas. Su constitución ha marchado, en efecto, paso a paso y a medida del engrandecimiento de la ciudad misma.

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LA CIUDAD PALATINA Y LAS SIETE COLINAS. –

La primera ciudad, centro de la futura Roma, que vendrá extendiéndose durante muchos siglos, ha debido de ocupar solamente, si hemos de creer los más verídicos testimonios, la cima del monte Palatino; llamóse poco después Roma cuadrada (Roma quadrata), por la forma de la colina, que era entonces un cuadrado irregular. Las puertas y los muros del recinto primitivo se conservaban todavía en tiempo de los Emperadores; el lugar de dos de estas puertas, el de la Porta Romana (no lejos de Santo Georgio in Velabro) y el de la Porta Mugionis (cerca del arco de Tito), no es perfectamente conocido; Tácito describe, como habiéndolo visto, el muro del recinto palatino del lado del Aventino y del Celio. Numerosos vestigios indican que aquel fue el centro primitivo de la antigua Roma. Sobre el Palatino se encontraba el símbolo sagrado de la ciudad, el Mundus (mundus, κόσμος, arreglo del universo), en donde cada uno de los primeros habitantes había depositado en cantidad suficiente todos los objetos de necesidad doméstica y un terrón del campo patrimonial. Allí estaba el edificio público donde se reunían todas las curias (curiae veteres), cada una en su hogar particular, así para los asuntos del culto como para cualquier otro. Allí se veía el edificio donde se reunían los Salios o saltadores (curia saliorum), en donde se conservaban los escudos sagrados de Marte; allí era, en fin, donde estaba colocado el santuario del lobo (lupercal) y la morada del sacerdote de Júpiter. Sobre esta misma colina, o en derredor de ella, es donde la leyenda de la fundación de la ciudad había, además, colocado la escena y los recuerdos de sus fábulas. Allí se mostraba a los creyentes la cabaña de Rómulo, la choza del pastor Faustulus, que lo alimentó en su infancia; la higuera sagrada, en la que había parado la cuna de los gemelos conducida por las aguas; el cornejo nacido del venablo que Rómulo lanzó desde el Aventino, por encima de los muros del Gran Circo, y que había ido a caer en medio del recinto Palatino, sin contar otros monumentos no menos maravillosos. Ni en el Palatino ni en otra parte había templos, propiamente dichos, semejantes a los edificados más tarde; la época no los traía consigo. El lugar del consejo 3738 se cambió desde muy antiguo y se ha perdido su recuerdo; puede conjeturarse, por tanto, que el Senado y los ciudadanos se reunían, en un principio, en el lugar que quedaba libre alrededor del Mundus, llamado después plaza de Apolo; el teatro construido posteriormente sobre el mismo Mundus ha ocupado, sin duda, el lugar del consejo de la ciudad.

Extendióse luego esta alrededor del Palatino. La “fiesta de las siete colinas” (septimontium) atestigua los acrecentamientos sucesivos, efecto de los cuales se unen los arrabales a la ciudad, cada cual con su recinto separado, aunque menos fuerte, sin duda, y apoyándose en los altos muros del Palatino; en las marismas bajas, los diques exteriores se apoyan también en el dique principal. Los siete recintos eran entonces los del Palatino; del Cermal, estribo del Palatino que descendía hacia las marismas que existían entre este y el Capitolino (Velabrum); del Velio, que une el Palatino al Esquilino, y que las construcciones imperiales han allanado después por completo; los del Fagutal, Oppius y Cispius, que forman las tres cimas del Esquilino; el de Sucusa o Suburra, en el valle situado entre el Esquilino y el Quirinal y fuera del muro de tierra que defendía la ciudad nueva por el lado de Carines (debajo de San Pietro in Vincoli). Todas estas construcciones nos hacen asistir, en cierto modo, a los progresos de la antigua Roma Palatina; y su historia se completa por la división de los cuarteles, atribuida a Servio Tulio, la cual tuvo por base la antigua distribución de las siete Colinas.

El Palatino ha sido, por tanto, el sitio primitivo de la ciudad romana; ha sido encerrado en su primera y entonces única muralla; pero aquí, como en todas partes, los habitantes, no contentos con vivir en el interior de la ciudad, han construido, además, sus casas en las inmediaciones debajo de la fortaleza. Sus más antiguos arrabales, los que formaron más tarde el primero y segundo cuartel serviano, se extendieron en círculo debajo del Palatino. Tal era el que ocupaba las pendientes del Cermal y la calle de los Etruscos, y cuyo nombre recuerda antiguas y frecuentes relaciones comerciales entre la ciudad Palatina y los habitantes de Cerea; tal era también el del Velio. Estos dos arrabales, reunidos a la colina Palatina fortificada, formaron después uno de los cuarteles en que dividió Servio la ciudad. Otro cuartel comprendió también el arrabal edificado sobre el Celio, y que no cubría probablemente más que el extremo que había encima del Coliseo: el construido en los Carines, o sobre la altura que se dirige desde el Esquilino hacia el Palatino; y, por último, el comprendido en el valle, con la obra avanzada de la Suburra, que le dio después su nombre. Estos dos cuarteles reunidos eran toda la ciudad antigua; y en cuanto a la Suburra, que, partiendo del pie de la ciudadela, iba desde el arco de Constantino hasta San Pietro in Vincoli, ocupaba toda la depresión intermedia, parece haber constituido una localidad más importante y sobresaliente por su antigüedad sobre todas las demás partes comprendidas después en la circunscripción Palatina de Servio. Por lo menos está colocada antes que el Palatino en la lista de los cuarteles. El recuerdo de estas dos localidades, entonces separadas y distintas, se ha perpetuado en uno de los más antiguos ritos de Roma, en el sacrificio 3839 del caballo31, que se celebraba en el campo de Marte todos los años por el mes de octubre. En esta fiesta se vio a los habitantes de la Suburra disputar por mucho tiempo la cabeza del caballo a los de la calle sagrada (via sacra); y, según que la ganasen los unos o los otros, así era elevada en la torre Mamiliana (cuyo lugar se ignora), o en la casa real sobre el Palatino. Esto significa que las dos mitades de la antigua ciudad luchaban juntas con iguales armas y derechos. En esta época, los esquilios (Ex-quiliae), cuyo nombre, tomado a la letra, excluye completamente a los carines, era realmente lo que su nombre indica: construcciones exteriores (ex-quiliae, in-quilinus, de colere), un arrabal. Vinieron a ser el tercer cuartel en la organización posterior; y al lado del Palatino y de la Suburra se consideraron siempre inferiores. Nosotros creemos, por último, que la ciudad de las siete colinas ha podido comprender, además, otras inmediatas: el Capitolio y el Aventino. Pero el puente sobre pilotes (Pons sublicius), que viene a apoyarse sobre la isla tiberina, existía ya en esta época, como lo atestigua el Colegio de los pontífices instituido; y hasta creo que los romanos no debieron de despreciar el Janículo, esta cabeza de puente que dominaba la orilla etrusca. Ni uno ni otro estaban, por tanto, comprendidos en el recinto de la ciudad. Continuó siempre siendo un rito religioso el que no entrase en la construcción o conservación del puente ni el más insignificante lingote de hierro, lo que se concibe atendiendo a las necesidades de la defensa de la Roma antigua. Necesitábase allí un puente colgante que pudiese destruirse prontamente, lo cual prueba que durante mucho tiempo no fue segura la posesión del paso del río, o que fue interrumpida muchas veces. Hemos visto que la ciudad romana se dividió desde muy antiguo en tres tribus. Tenían los establecimientos y los recintos actuales alguna relación con esta división? Nada autoriza a creerlo. Que los ramnes, los ticios y los lúceres se hayan establecido aparte, puesto que han sido independientes los unos de los otros, cosa es que creemos sin esfuerzo; pero que hayan tenido sus fortalezas separadas sobre las siete Colinas, con todo lo demás que sobre esto se ha inventado en los tiempos antiguos y modernos, parece, a los ojos de una prudente crítica, que debe ser rechazado por completo, al mismo tiempo que la fábula del combate sobre el Palatino y el romance de la traición de Tarpeya. Quizá cada uno de los dos cuarteles de la ciudad primitiva, el Suburra y el Palatino y aun los arrabales, estuviesen divididos en tres distintos anejos a los ramnes, a los ticios y a los lúceres. Por lo menos podría conjeturarse esto cuando se ve en cada uno de ambos cuarteles, y en todos los agregados después a la ciudad antigua, elevarse en triple cúpula las capillas de los Argeos32. La ciudad Palatina de las siete colinas tiene quizá su historia; a nosotros solo ha llegado la tradición de su existencia en una época muy remota. Pero así como las hojas de los árboles son como un mensaje enviado a la futura primavera, cuando brotan sin llamar la atención de los hombres, así también la olvidada ciudad del Septimontium ha preparado el lugar para la venida de la Roma histórica.

 

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40 LOS ROMANOS DE LAS COLINAS SOBRE EL QUIRINAL. –

La Roma Palatina no se encerró sola en los muros de Servio: muy cerca, y frente a ella, existía otra ciudad sobre el Quirinal. La antigua ciudadela (Capitolium vetus), con sus santuarios dedicados a Júpiter, a Juno y a Minerva, con su templo del dios de la fidelidad (Deus fidius), en donde se celebraban públicamente todos los convenios políticos, tiene su correspondiente contrapunto en el Capitolio nuevo con sus templos de Júpiter, de Juno y de Minerva; con su altar dedicado a la Buena fe romana, en donde están establecidos además los archivos del derecho de gentes internacional.

El Quirinal fue, con toda seguridad, el centro de una ciudad independiente, como lo prueba el culto de Marte establecido sobre aquel monte, lo mismo que sobre el Palatino. Marte es el prototipo del hombre guerrero, y al mismo tiempo el dios principal de toda ciudad itálica. Agreguemos a esto que las corporaciones de los servidores del dios, los dos antiguos colegios de Salios y de Lupercos, existían todavía separados en la Roma republicana; que había en ella, a la vez, Salios del Palatino y Salios del Quirinal, y que al lado de los Lupos o Lupercos Quincianos del Palatino estaban los Lupos Favianos, cuyos ritos se celebraban probablemente sobre otra colina33. Todos estos indicios son por completo decisivos, y lo son más todavía cuando se ve perfectamente el recinto de la ciudad de las siete colinas dejar fuera el Quirinal; y después, unido este al Viminal, su vecino, formar el cuarto cuartel de la ciudad de Servio Tulio, comprendiendo exclusivamente los tres primeros la antigua ciudad Palatina.

Explícanse así, además, los motivos de la construcción de la fortaleza avanzada de la Suburra en el valle situado entre el Esquilino y el Quirinal. En este punto se tocaban los dos territorios; y los Palatinos, dueños del valle, debieron sin duda de fortificarlo y defenderlo contra las gentes del Quirinal. Por último, distinguíase a estos por el nombre de los habitantes de la otra colina. La ciudad Palatina es la ciudad de las siete colinas. Sus ciudadanos se llaman los montañeses (montani); y el nombre de montaña (mons), aplicado además a todas las colinas que de él dependen, se da, principalmente, al Palatino. Por otra parte, el Quirinal, con el Viminal, su apéndice, aunque más elevado que los siete montes, es considerado especialmente como una colina (collis); y además, en la lengua de los ritos religiosos, la colina, por pequeña que se la considere, se la designa particularmente, así como la puerta por donde se baja de ella se llama la puerta de la colina (porta collina). El colegio de los Sacerdotes de Marte se denomina colegio de los Salios de la colina (Salii collini), en oposición a los Salios del Palatino (Salii Palatini), y la tribu de la colina (tribus collina) es la denominación ordinaria del cuarto cuartel de Servio34. En cuanto al nombre de Romanos, como se había aplicado a todo el país, lo tomaron los habitantes de la colina (Romani collini), lo mismo que los del Palatino. Puede suceder, por otra parte, que las dos ciudades estuviesen compuestas de una población de origen diferente; pero nada indica que haya habido nunca una inmigración de un pueblo extraño a la raza latina35.

Así, pues, en la época de que tratamos ocupaban el territorio de Roma dos ciudades distintas y siempre en lucha entre sí: la de los montañeses del Palatino y la de los romanos de la colina del Quirinal. ( No hay aún en la actualidad los Montigiani y los Trasteverini?) La Roma de las siete colinas era mucho más fuerte que la del Quirinal: había extendido hasta más lejos su ciudad nueva y sus arrabales; y después los romanos de la colina debieron de contentarse con el rango inferior en la organización de la Roma unida de Servio. Pero en la misma ciudad Palatina se encuentran también huellas de una lucha entre los diversos elementos de la población. La fusión completa y la uniformidad de derechos no se han verificado sino con el tiempo. Ya hemos citado la lucha anual entre la Suburra y el Palatino por la posesión de la cabeza del caballo de Marte. Había también instintos e intereses diversos en cada una de las siete colinas, y ni aun en las curias tenía la ciudad hogar sagrado común; cada curia tenía el suyo, establecido en el mismo local, al lado del de las demás. De aquí un sentimiento separatista más bien que unitario; de aquí, en la Roma de entonces, una porción de pequeñas comunidades urbanas, más bien que una ciudad reunida en un solo cuerpo. Numerosos indicios nos dicen, por que las casas de las antiguas y más poderosas familias eran una especie de fortaleza, por pobres que fuesen. Por primera vez ha encerrado el muro monumental atribuido a Servio las dos ciudades del Palatino y del Quirinal, y las alturas del Capitolio y del Aventino, y se ha fundado definitivamente la Roma nueva, la Roma de la historia universal. Pero había precedido necesariamente a esta gran empresa una revolución, y la posición de Roma en medio del país circundante se había ya modificado.

Durante la primera época, el campesino establecido en uno de los siete montes conduce su arado como en cualquier país latino; los lugares de refugio establecidos en la cima de aquellos están vacíos en tiempo ordinario y no ofrecen más que bosquejos de establecimientos fijos, como existían en todo el Lacio entonces, que ni el comercio ni la actividad social vienen a vivificar la Historia.

Después se forma una ciudad sobre el Palatino, se hace floreciente y se rodea de siete recintos, y asegura al mismo tiempo la posesión de las bocas del Tíber. La Roma antigua, y con ella los mismos latinos, despliegan entonces cierto movimiento en la organización de sus libertades y de su comercio. Desarróllanse en Roma las costumbres urbanas; los pueblos separados se reúnen allí en un Centro más compacto y forman alianzas entre sí, y se funda, por último, la unidad definitiva de la gran ciudad el día que se construye el muro de Servio. Desde este momento aspira a la prioridad y a la hegemonía en la confederación latina; luchará por conquistarla y se hará bastante fuerte para conseguirla. 42

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43  V

 INSTITUCIONES PRIMITIVAS DE ROMA

La casa romana. – El padre y su familia. Familia y rasas (gentes). – Clientela. – La ciudad romana. – El rey. – El Senado. – El pueblo. – Igualdad civil. – Cargas e impuestos civiles. – Derechos de ciudad.

LA CASA ROMANA. –

El padre y la madre, los hijos y las hijas, el dominio agrícola y la habitación de la familia, los sirvientes y el mobiliario doméstico, son en todas partes, excepto en los países en que la poligamia hace desaparecer la madre, los elementos naturales y esenciales de la unidad económica. La diversidad que se nota entre los pueblos dotados del genio de la civilización está sujeta, ante todo, al desarrollo de estas instituciones; los unos tienen de ello un sentido más profundo, costumbres y leyes más características y determinadas que los otros. Ningún pueblo ha igualado a los romanos en el rigor inexorable de sus instituciones de derecho natural.

EL PADRE Y SU FAMILIA. –

La familia se compone : del hombre libre a quien la muerte de su padre ha hecho dueño de sus derechos; de su esposa, a quien el sacerdote ha unido en la comunidad del fuego y del agua, mediante el rito sagrado de la torta (confarreatio); de sus hijos; de los hijos de estos con sus mujeres legítimas; de sus hijas no casadas, y de las hijas de sus hijos, con todos los bienes que cada uno posee; tal es en Roma la unidad doméstica, base del orden social. Exclúyense de esta los hijos de la hija, cuando ha pasado mediante el matrimonio a la casa de otro hombre, o cuando, procreados fuera de legítimo matrimonio, no pertenecen a ninguna familia. Poseer una casa e hijos, he aquí el fin y la esencia de la vida para un ciudadano romano. La muerte no es un mal, puesto que es necesaria; pero es una verdadera desgracia que acabe la casa con la descendencia. Pero esto se impedirá a toda costa, desde los primeros tiempos, dando al hombre que no tenga hijos el medio de ir solemnemente a buscarlos en el seno de una familia extraña y hacerlos suyos en presencia del pueblo. Constituida de este modo la familia romana, llevaba consigo, gracias a la poderosa subordinación moral de todos sus miembros, los gérmenes de una civilización fecunda para el porvenir. Solo un hombre puede ser su jefe; la mujer puede también adquirir y poseer bienes; la hija tiene en la herencia una parte igual a la de su hermano; la madre hereda lo mismo que los hijos. Pero esta mujer no deja de pertenecer a la casa; no pertenece a la ciudad, y en la casa tiene siempre un dueño: el padre, cuando es hija; el marido, cuando es esposa36; su más próximo pariente varón, cuando 36 Esto no sucede solo cuando el matrimonio se ha verificado según el rito antiguo (matrimonium confarreatione), sino también cuando lo ha sido en forma puramente civil (matrimonium consensu). En el matrimonio consensual adquiría igualmente el marido un derecho sobre la mujer; así este matrimonio tomó, desde muy antiguo, los principios y las prácticas de los modos ordinarios de adquirir la compra y la tradición formal (coemptio) o la prescripción (usus). Cuando en el matrimonio mediaba consentimiento 43

no tiene padre ni está casada. Estos, y no el príncipe, son los que tienen sobre ella el derecho de justicia. Pero en la casa, lejos de ser esclava, es dueña. Según la costumbre romana, la tarea impuesta a los criados de la casa era moler el grano y desempeñar los trabajos de la cocina; la madre de familia ejercía en esto una alta vigilancia; además, tiene el huso, que es para ella lo que el arado en las manos del marido37. Los deberes morales de los padres para con sus hijos estaban profundamente grabados en el corazón de los romanos. Era un crimen a sus ojos abandonar a un hijo, consentirlo y disipar el bien patrimonial en perjuicio suyo. Por otra parte, el padre dirige y conduce la familia (pater familias) según la ley de su voluntad suprema. Ante él no tienen absolutamente ningún derecho los que viven en la casa: el buey, lo mismo que el esclavo; la mujer, lo mismo que el hijo. La doncella, que se casa por la libre elección del esposo, ha dejado de ser libre; el hijo que ella le da y que se trata de educar no tiene tampoco libre albedrío. No se crea que esta ley haya tenido su origen en la falta de todo cuidado hacia la familia: los romanos creían, por el contrario, firmemente que era un deber y una necesidad social fundar una casa y procrear hijos. No encontramos quizá en Roma más que un solo y único ejemplo de injerencia del poder público en las cosas de las familias, y fue al mismo tiempo un acto de beneficencia. Hablamos del socorro que se daba al padre que tenía tres mellizos. La exposición de los recién nacidos daba lugar a una ley característica; prohibida aquella con relación al hijo, salvo el caso de deformidad, lo estaba igualmente para la hija mayor. Salvo estas restricciones, por censurable, por perjudicial que fuese para la sociedad semejante acto, el padre tenía derecho de consumarlo; era y debía ser siempre dueño absoluto en su casa. Tenía a los suyos sujetos a la regla de una severa disciplina; tenía el derecho y el deber de ejercer la justicia entre ellos; hasta imponía, si lo creía simple sin la adquisición del poder conyugal, en el caso, por ejemplo, en que el tiempo requerido para prescribir no hubiese transcurrido, la mujer no era esposa (uxor), sino solo tenida por tal (pro uxore), enteramente como en el caso de la causae probatio bajo una ley posterior (ley Elia Sencia, V, Gaius, I, 29 a 66). Uxor tantummodo habebatur, dice Cicerón (Top. 3, 14). Esta regla se conservó hasta los tiempos más brillantes de la jurisprudencia. 37 Citaremos una inscripción funeraria, perteneciente, sin duda, a un época más reciente, pero que merece figurar aquí. Dice de este modo: PASAJERO: BREVE ES MI DISCURSO. ESPÉRATE Y LEE: ESTA PIEDRA CUBRE A UNA MUJER BELLA; A LA QUE SUS PADRES NOMBRARON POR CLAUDIA. AMÓ A SU MARIDO CON TODO SU AMOR; ENGENDRÓ DOS HIJOS; DEJÓ UNO VIVO; HUYÓ LA OTRA AL SENO DE LA TIERRA; FUE AMABLE EN SU TRATO Y NOBLE EN SU ANDAR; CUIDÓ DE SU CASA E HILÓ. HE CONCLUIDO. ADIOS! Otras muchas inscripciones enumeraban de un modo curioso el talento de hilar la lana entre las vertus morales de la mujer. (Orelli, 4639: optima et pulcherrima, LANIFICA pia pudica frugi casta domiseda. – lbíd., 4861: modestia probitate pudicitia obsequio LANIFICIO diligentia fide par similisque ceteris probeis femina fuit.) 44

conveniente, la pena capital. Cuando el hijo ha llegado a la edad adulta, funda un patrimonio distinto, o, para valerme de la expresión de los romanos, recibe de su padre un rebaño (peculium) propio. Importa poco; en estricto derecho, todo lo que gana por sí mismo o por los suyos, ya lo deba a su trabajo o a liberalidades ajenas, lo gane en su casa propia o en la paterna, pertenece, ante todo, al padre de familia. Mientras que este vive, ninguno de sus subordinados puede ser propietario de lo que posee; ninguno puede enajenar ni heredar sin su consentimiento. Bajo esta relación están la mujer y el hijo en el mismo caso que el esclavo, al que muchas veces se permite tener un peculio y hasta enajenarlo. El padre puede además hacer con su hijo lo que con un esclavo, cuya propiedad transfiere muchas veces a un tercero; si el comprador es un extranjero, el hijo se convierte en su esclavo; si es cedido a un romano, como lo es él también, no puede hacerse esclavo a un ciudadano, tiene solamente el lugar de un esclavo respecto a su comprador. Como se ve, el poder paternal y marital del padre de familia era absoluto. La ley no lo limita. La religión ha podido muchas veces maldecir sus excesos; y así como se había restringido el derecho de exposición, así también se excomulgaba al padre cuando vendía a su mujer o a su hijo casado. Por último, quiso la ley que en el ejercicio de su poder de justicia doméstica no pudiese el padre, y sobre todo el marido, disponer de la suerte de los hijos y de la mujer sin haber convocado antes a sus parientes próximos, en el primer caso, y además a los de la mujer, en el segundo. Sin embargo, su poder no disminuía por esto. Solo a los dioses, y no a la justicia humana, pertenecía la ejecución de la sentencia de excomunión en que hubiera podido incurrir; y los agnados, llamados para el juicio doméstico, no juzgaban, porque no hacían más que dar su parecer. Así como era inmenso e irresponsable ante los hombres, así era también inmutable e inatacable el poder del padre de familia mientras este vivía. En el derecho griego y en el germánico, en el momento en que el hijo llega a la edad adulta y su fuerza física le da la independencia, la ley le da también la libertad. Entre los romanos, por el contrario, ni la edad del padre, ni las enfermedades mentales, ni aun su voluntad expresa, podían emancipar su familia. La hija no sale de su dependencia hasta que pasa por las justas nupcias bajo la mano de su marido; entonces deja la familia y los penates paternos para entrar en la de este, bajo la protección de sus dioses domésticos; queda sujeta al marido, como antes lo estaba a su padre. La ley permite más fácilmente la emancipación del esclavo que la del hijo. Desde muy antiguo ha adquirido aquel la libertad, mediante las más sencillas formalidades; la emancipación de este solo ha podido verificarse más tarde y con muchos rodeos e inconvenientes. Si el padre ha vendido a la vez a su hijo y a su esclavo y el comprador los ha emancipado, el esclavo queda libre; el hijo vuelve al poder paterno. El poder paternal y el conyugal, organizado como estaba en Roma con todos sus atributos y consecuencias de una lógica inexorable, constituían un verdadero derecho de propiedad. Pero si la mujer y el hijo eran, como se ve, una cosa del padre; si bajo esta relación eran considerados como el esclavo y como el ganado, bajo otras estaban muy lejos de confundirse con el patrimonio; su posición estaba perfectamente determinada de hecho y de derecho. El poder del padre de familia solo se ejerce en el interior de la casa; es vitalicio, es una función personal en cierto modo. La mujer y el hijo no sirven solo para el placer del padre, como la propiedad para el placer del propietario, como el súbdito para el príncipe en el reino absoluto. Son además cosas jurídicas mejor dicho, tienen derechos 45

activos, son personas. Estos derechos activos no pueden, sin duda, ejercitarlos, porque la familia es una y necesita de un poder único que la gobierne; pero en cuanto ocurre la muerte del jefe, los hijos se convierten a su vez en padres de familia, y tienen desde este momento sobre sus mujeres, sus hijos y sus bienes el mismo poder a que poco ha estaban sometidos. Para los esclavos, por el contrario, nada ha cambiado; continúan siéndolo como antes.

FAMILIAS Y RAZAS (GENTES). –

Tal era, por otra parte, la fuerza de la unidad de la familia que ni aun desaparece con la muerte de su jefe. Sus descendientes, aunque libres, continúan, bajo muchas relaciones, la unidad antigua para el arreglo de los derechos de sucesión y otros, y sobre todo en lo tocante a la suerte de la viuda y de las hijas solteras. Como según las ideas de los antiguos romanos la mujer es incapaz de ejercer poder sobre otro ni sobre sí misma, es muy necesario que este poder, o, hablando en términos menos rigurosos, esta tutela (tutela) sea dada a la casa a que pertenece la mujer. Par consiguiente, en vez de ser ejercido por el padre de familia difunto, lo es por todos los hombres miembros de la familia y por los más próximos agnados; por el hijo sobre la madre, por los hermanos sobre la hermana. De este modo continúa la familia hasta la extinción de la descendencia masculina de su fundador. Sin embargo, al cabo de muchas generaciones debía aflojarse el lazo que la unía, debía desaparecer la prueba de su origen común. Tales son las bases de la familia romana, que se divide en familia propiamente dicha y en raza o gens; en la una están comprendidos los agnados (adnati); en la otra, los gentiles (gentiles). Unos y otros se remontan a la fuente masculina común; pero mientras que la familia solo comprende los individuos que pueden comprobar el grado de su descendencia, la gens comprende además aquellos que, aun procediendo del mismo antepasado, no pueden enumerar los abuelos intermedios ni determinar su grado de parentesco con estos. Los romanos expresaban claramente estas distinciones diciendo: «Marcus, hijos de Marcus, nietos de Marcus», etc. Los Marcianos, he aquí la familia; esta continua mientras pueden los ascendientes ser individualmente designados con el nombre común; concluye y se completa con la raza o gens, que también se remonta al primer abuelo de quien los descendientes han heredado el nombre de hijos de Marco.

CLIENTELA. –

Concentrada de este modo en derredor de un jefe, mientras este vive, o formando una especie de manojo las diversas casas procedentes de la del común abuelo, la familia o la gens se extiende además sobre otras personas. No comprendemos entre estas a los huéspedes (hospites), porque, como miembros de otra comunidad, no se establecen bajo el techo en donde han sido acogidos. Tampoco contamos los esclavos, porque forman parte del patrimonio y no son en realidad miembros de la familia. Pero sí debemos agregar a esta la clientela (clientes, los clientes, de cluere), es decir, todos aquellos que, no teniendo derecho de ciudad, solo gozan en Roma de una libertad templada por el protectorado de un ciudadano padre de familia. Los clientes son, o tránsfugas procedentes del extranjero, recibidos por el romano, que les presta su apoyo y asistencia, o antiguos esclavos en cuyo favor ha abdicado el dueño sus derechos, concediéndoles la libertad material. La situación legal del cliente no se parece en nada a la del huésped ni a la del esclavo; no es ni un ingenuo (ingenuus) o libre, aunque, a falta de la plena libertad, puede gozar de las franquicias que le dejaba la costumbre y la 46

buena fe del jefe de la casa. Forma, como el esclavo, parte de la servidumbre doméstica y obedece a la voluntad del patrono (patronus, derivado de la misma raíz que patricius). Este, en fin, puede disponer de su fortuna y reducirlo, en ciertos casos, al estado de esclavitud y ejercer sobre él un derecho de vida y muerte. Si no está, como el esclavo, sujeto a todos los rigores de la ley doméstica, es solo una simple tolerancia de hecho el motivo de este mejoramiento de su suerte. Por último, el patrono debe a todos los suyos, esclavos o clientes, la solicitud de un padre, y representa y protege de manera especial los intereses de estos últimos. Al cabo de cierto número de generaciones, su libertad de hecho se aproxima poco a poco a la libertad de derecho; cuando han muerto el emancipante y el emancipado, sería una impiedad que los sucesores del primero quisieran ejercer sus derechos de patronato sobre los descendientes del segundo. Así se va lentamente aflojando el lazo que une a la casa a hombres a la vez libres e independientes; forman una clase intermedia, pero perfectamente determinada, entre los esclavos y los gentiles o cognados, iguales en derechos al nuevo padre de familia. LA CIUDAD ROMANA. – En Roma la familia era en el fondo y en la forma la base del Estado. Componíase la sociedad de la reunión de las antiguas asociaciones familiares, Romilios, Boltinios, Fabios, etc., que allí, como en todas partes, se reunieron en una gran comunidad. El territorio romano se compone del conjunto de dominios particulares; todo miembro de cualquiera de estas familias es ciudadano romano: el matrimonio contraído con arreglo a las formas convenidas en el circuito de la ciudad es un matrimonio justo; los hijos que de él procedan serán también ciudadanos. Así los ciudadanos romanos se llaman enfáticamente padres, patricios o hijos de padres (patres, patricii); solo ellos tienen un padre, según el sentido riguroso del derecho político; solo ellos son padres o pueden serlo. Las gentes, con todas las familias que comprenden, están incorporadas al Estado. En su constitución interior, continúan siendo las casas y las familias lo que eran antes; pero respecto a la ciudad, su ley no es la misma: dentro de la casa, el hijo de familia está supeditado al padre; fuera, es igual a él; tiene sus derechos y sus deberes políticos. Del mismo modo se ha alterado también por la fuerza de las cosas la condición de los individuos que están bajo el protectorado de un patricio; los clientes y los emancipados solo son admitidos en la ciudad por razón de su patrono; y aun permaneciendo bajo la dependencia de la familia a que están sujetos, no son completamente excluidos de la participación en las ceremonias del culto ni en las fiestas populares, sin que puedan aspirar, sin embargo, a los derechos civiles y políticos ni tengan que soportar las cargas que solo pesan sobre los ciudadanos. Lo mismo sucede, y con mayor razón, respecto de los clientes de toda la ciudad. Así, pues, encierra el Estado, lo mismo que la casa, dos elementos distintos: los ingenuos, que pertenecen a sí mismos, y los que pertenecen a otros; los ciudadanos y los que solo participan del incolato. EL REY. – Como el Estado se funda en la familia, ha adoptado las formas de esta en el conjunto y en los detalles. La Naturaleza ha dado por jefe de la familla al padre, de quien procede, y sin el cual no existiría o dejaría de existir. Pero en la comunidad política, que no debe morir, no existe ningún jefe, según la ley de la Naturaleza. La asociación romana se ha formado por el concurso de aldeanos, todos libres, todos iguales, sin nobleza instituida de derecho divino. Necesitaba, por tanto, uno que la 47

dirigiese (rex), que le dictara sus órdenes (dictador), un maestro del pueblo (magister populi), y lo eligió de su seno para que fuese, en el interior, el jefe de la gran familia política. Mucho después se verá al lado de la morada, o en la morada misma de este jefe, el fuego sagrado de la ciudad siempre encendido, los almacenes del Estado, la Vesta y los Penates romanos38, símbolos venerados de la suprema unidad doméstica de la ciudad de Roma. El poder real comenzó por una elección; pero desde el momento en que el rey convocó la asamblea de los hombres libres capaces de manejar las armas y le prometieron formalmente obediencia, se la debían fiel y completa. Representaba en el Estado el poder del padre de familia en su casa, y duraba también toda la vida. Poníase en relación con los dioses de la ciudad, los interrogaba y les daba satisfacciones (auspicia publica), nombraba los sacerdotes y las sacerdotisas. Los tratados que celebraba con el extranjero en nombre de la ciudad obligaban al pueblo, aunque en un principio no era obligatorio para ningún miembro de la asociación romana contrato alguno con cualquiera que no fuese romano. Tenía el mando (imperium) en tiempo de paz lo mismo que en tiempo de guerra, y cuando marchaba oficialmente, le precedían sus alguaciles o lictores (lictores, de licere, citar) con el hacha y las varas. Solo él tenía derecho de hablar en público a los ciudadanos; conservaba en su poder las llaves del tesoro, que solo él podía abrir; juzgaba y castigaba, como el padre de familia; imponía penas de policía; condenaba a ser apaleados, por ejemplo, a los que contravenían al servicio militar; conocía en las causas privadas y criminales; condenaba a muerte y a la pérdida de la libertad, ya adjudicando un ciudadano a otro como esclavo, ya ordenando su venta y su esclavitud en el extranjero. Podíase, sin embargo, apelar al pueblo (provocatio) después de pronunciada la sentencia capital; pero el rey, que tenía la misión de conceder este recurso, no estaba obligado a ello. Convocaba al pueblo para la guerra y mandaba el ejército, y en caso de incendio, debía acudir en persona al lugar del siniestro. Como padre de familia, que no era solamente el más poderoso, sino el único que tenía poder en su casa, el rey era a la vez el primero y el único órgano del poder del Estado; constituía y organizaba en colegios especiales, para poder pedir su consejo, a los hombres que conocían en los asuntos de religión y en las instituciones públicas; confería a otros, para facilitar el ejercicio de su poder, atribuciones diversas, tales como transmitir las comunicaciones al Senado, ciertos mandos en la guerra, el conocimiento en los procesos de poca importancia y la averiguación de los crímenes; confiaba, por ejemplo, cuando se ausentaba del territorio, todos sus poderes administrativos a otro que hacía sus veces, a un prefecto de la ciudad (prœfectus urbi), encargado de sustituirle. Todas estas funciones emanaban del poder real: los funcionarios eran solo tales por el rey y continuaban siéndolo solamente durante el tiempo que al rey agradaba. No había entonces magistrados, en el sentido actual de la palabra, sino comisarios regios. Lo que acabamos de decir del prefecto temporal de la ciudad podemos también aplicarlo a los averiguadores del asesinato (quaestores paricidii) y a los jefes de sección (tribunos, tribuni, de tribus) encargados de la infantería (milites) y de la caballería (celeres). El poder real no debía tener ni tenía límites legales; para el jefe 38 De Penus, aprovisionamiento; colocado por punto general en el Tablinum, en el interior de la casa: de donde procede la palabra penetralia, que tiene la misma etimología. (Véase Rich.: Dicc. de Ant., verbis penates, domus, tablinum, y Preller : Vesta y los Penates, pág. 536.) 48

de la ciudad no podía haber juez en la ciudad misma, como en la casa no podía haber juez para el padre de familia. Su reinado solo acababa con su vida. Cuando no nombraba sucesor, lo cual tenía el derecho y hasta el deber de hacer, se reunían los ciudadanos, sin previa convocatoria, y designaban un inter-rey (inter-rex), cuyas funciones solo duraban cinco días, y no podía obligar al pueblo a que le jurase fidelidad ni le rindiese homenaje. Y como tampoco podía nombrar rey, puesto que había sido sencilla e imperfectamente designado, sin previa convocatoria de los ciudadanos, nombraba un segundo inter-rey por otros cinco días, con la facultad de elegir el nuevo jefe. Compréndese que no lo haría sin antes preguntar a los ciudadanos y consultar al Consejo de los ancianos, sin asegurarse, en suma, del asentimiento de todos a la elección que iba a hacer. Sin embargo, ni el Consejo de los ancianos ni los ciudadanos concurrían virtualmente a este gran acto, y no intervenían hasta después del nombramiento. El rey era siempre nombrado con regularidad, cuando tenía su título de su predecesor39. De este modo era como la protección divina que había presidido la fundación de Roma continuaba posándose sobre la cabeza de los reyes y pasando sin interrupción del primero que la recibió a todos sus sucesores. Así es como persistía inviolable la unidad del Estado, a pesar de los cambios ocurridos en la persona de su jefe. El rey era, pues, el representante supremo de esta unidad del pueblo, simbolizada por Diovis40 en el panteón romano. Su traje era semejante al del más grande de los dioses; recorría la ciudad en carro, mientras que todo el mundo iba a pie; tenía un cetro de marfil, con un águila en un extremo, y las mejillas pintadas de encarnado; llevaba, en fin, corona de oro, imitando hojas de encina. Sin embargo, la Constitución romana no era una teocracia. Nunca, en Italia, se confundieron en una las nociones de Dios y de rey, como entre los egipcios y los orientales. El rey no era Dios a los Ojos del pueblo; era más bien el propietario de la ciudad. No se encuentra aquí la creencia de que existía una familia real por la gracia de Dios; esa peculiaridad misteriosa que hace del rey otro hombre diferente de un mortal ordinario. La nobleza de sangre, el parentesco con los reyes anteriores, era una recomendación, pero no una condición de elegibilidad. Todo ciudadano mayor de edad y sano de cuerpo y espíritu podía ser elegido rey41. Este era un ciudadano como otro cualquiera; su mérito y su bondad, la necesidad de tener un 39 No se espere que citemos aquí testimonios directos relativos a las condiciones y formalidades constitucionales para la elección de rey; pero como el dictador romano fue nombrado absolutamente del mismo modo; como la elección del cónsul solo se diferencia de la otra en que el pueblo tenía un derecho de designación previa y obligatoria, nacida indudablemente de alguna revolución posterior, mientras que el nombramiento propiamente dicho continuaba perteneciendo exclusivamente al cónsul saliente o al inter-rey; como, por la dictadura y el consulado no son, en el fondo, más que la continuación de la monarquía, nos parece nuestra opinión perfectamente demostrada. La elección por curias sería la ordinaria, como nos lo acreditan testimonios por completo dignos de fe; pero no es enteramente necesario desde el punto de vista de la ley; lo que la leyenda cuenta del nombramiento de Servio Tulio es una prueba de nuestro aserto. Por regla general, fue reservada al pueblo (contione advocata), y el designarlos por aclamación fue en adelante considerado como una verdadera elección. 40 0 Jupiter romano. Dii-Jovis. (V. Preller, h v. ) 41 Los cojos y los paralíticos estaban excluidos de las funciones supremas. (Dionisio, 5, 25.) Pero era necesario ser ciudadano romano para poder aspirar a ser nombrado rey o cónsul? Hay necesidad siquiera de confirmar un hecho tan indudable y evidente? A qué quedan reducidas, según esto, las fábulas que dicen que Roma fue en una ocasión a buscar un rey a Cures? (Numa Pompilius.) 49

padre de familia a la cabeza de la ciudad, le hicieron el primero entre sus iguales, paisano entre los paisanos, soldado entre los soldados. El hijo que obedecía ciegamente a su padre, no se creía por esto su inferior: así, el ciudadano obedecía a su jefe sin creerse más bajo que este. En los hechos y en las costumbres estaba limitado el monarca. Es verdad que podía hacer mucho mal, sin olvidar absolutamente el derecho público: podía reducir la parte de botín de sus compañeros en la guerra, ordenar trabajos excesivos, atentar contra la fortuna de los ciudadanos, mediante impuestos injustos; pero, obrando así, olvidaba que su poder absoluto no procedía de la Divinidad, sino del pueblo, a quien representaba con el asentimiento de aquella. Y qué será de él, si este pueblo olvida el juramento que le ha prestado? Quién le defenderá aquel día? La Constitución había levantado también, bajo esta relación, una barrera delante del poder real. Pudiendo aplicar libremente la ley, no podía el rey modificarla. Si lo pretendía, necesitaba, ante todo, reunir la asamblea popular para que le autorizase a ello, sin cuyo requisito el acto que consumase sería nulo y tiránico, y no engendraría consecuencias legales. La Monarquía, tal como las costumbres y la Constitución la habían hecho, se diferenciaba esencialmente, en Roma, de la soberanía en los pueblos modernos, así como tampoco se encuentra en estos nada que se parezca a la familia y a la ciudad romanas.

EL SENADO. –

A este poder absoluto que acabamos de describir opusieron el hábito y las costumbres una barrera formal. En virtud de una regla reconocida, no podía el rey, como hacía el padre de familia en su casa, tomar decisión alguna en circunstancias graves sin ilustrarse con el consejo de otros ciudadanos. El consejo de familia era un poder moderador para el padre y el esposo; el Consejo de los amigos, oportunamente convocado, influía con su parecer en el partido que debía adoptar el magistrado supremo. Este era un principio constitucional en pleno vigor durante la Monarquía, lo mismo que bajo las instituciones posteriores a ella. La Asamblea de los amigos del rey, rueda importante en la máquina del orden político, no era un obstáculo legal al poder ilimitado con que la consulta el representante en ciertos asuntos graves. No podía intervenir en las cosas relativas a la justicia o al mando del ejército. Era un Consejo político: el Consejo de los ancianos, el Senado (Senatus). Pero no era el rey el que elegía los amigos, las personas de confianza que lo componían. Como cuerpo político perpetuo, tenía el Senado, en los primeros tiempos, el carácter de una verdadera asamblea representativa. Cuando las familias o gentes romanas se presentan ante nosotros en documentos de una historia no tan antigua como los reyes, ya no tienen su jefe a la cabeza; ningún padre de familia representa a ese patriarca, fuente y origen común de cada.grupo de familias, de quien descienden o creen descender todos los gentiles varones. Pero en la época que vamos historiando, cuando el Estado se formaba de la reunión de todas las gentes o familias, no podía ser así: cada una de ellas tenía su jefe en la asamblea de los ancianos. Por eso vemos que más tarde se consideran todavía los senadores como los representantes de esas antiguas unidades familiares, cuya agregación había constituido la ciudad. He aquí cómo se explica que la dignidad senatorial fuese vitalicia, no por efecto de la ley, sino por la fuerza misma de las cosas. Así se explica, además, que los senadores fuesen en número fijo, que el de las gentes 50

fuese invariable en la ciudad, y que, cuando se verificó la fusión de las tres ciudades primitivas en una sola, teniendo cada una de ellas sus gentes en número determinado, se hiciese necesario y legal, a la vez, aumentar proporcionalmente el número de senadores. Por lo demás, si en la concepción primitiva del Senado no fue este más que la representación de las gentes, no sucedió lo mismo en la realidad, sin por esto violar la ley. El rey era completamente dueño de elegir los senadores; hasta podía hacer que recayese esta elección en individuos no ciudadanos. No es que sostengamos que lo haya hecho algunas veces; pero nadie nos probará que no lo ha podido hacer. Mientras subsistió la individualidad de las familias o gentes, fue sin duda una regla que, en caso de muerte de un senador, nombrase el rey en su lugar un hombre de edad y de experiencia, perteneciente a la misma asociación familiar; pero confundiéndose cada día más estos elementos anteriormente distintos, y extendiéndose por mementos la unidad del pueblo, concluyó la elección de los miembros del Consejo por depender absolutamente del libre albedrío del jefe de la ciudad. Únicamente se hubiera considerado como una arbitrariedad el no haber provisto la vacante. La duración vitalicia de la función, y el estar basado su origen sobre los elementos fundamentales de la ciudad misma, daban al Senado una gran importancia, que no hubiera adquirido nunca si hubiese debido su vocación a un simple decreto procedente del monarca. Es verdad que los senadores no tenían más que el derecho de consejo, cuando eran llamados para ello. El rey los convocaba y consultaba cuando lo tenía por conveniente; nadie podía dar su parecer si no se le pedía; y el Senado no podía reunirse cuando no era convocado. En su origen, no fue el Senado-consulto nada más que un decreto; y si el rey no lo autorizaba, no tenía el cuerpo de donde emanaba, ningún medio legal de hacer que llegase su «autoridad» al dominio de los hechos. «Os he elegido decía el rey a los senadores, no para que me guiéis, sino para que me obedezcáis.» Por otra parte, hubiera sido un abuso escandaloso no consultar al Senado en todo asunto grave, ya para el establecimiento de un servicio o de un impuesto extraordinario, ya para la distribución o el empleo del territorio conquistado al enemigo, ya, en fin, cuando el pueblo mismo era necesariamente llamado a votar, tratándose de admitir a individuos no ciudadanos en el derecho de ciudad, o de emprender una guerra ofensiva. Si el territorio de Roma había sido talado por la incursión de un vecino, y este se negaba a la reparación, entonces el fecial llamaba a los dioses como testigos de la injuria, y terminaba su invocación con estas palabras: «Al Consejo de los ancianos es a quien corresponde ahora velar por nuestro derecho.» En este caso, después de haber oído el rey el parecer del Consejo, refería el suceso al pueblo; si el pueblo y el Senado estaban de acuerdo (era necesaria esta condición), la guerra era justa, y tendrían de su parte el favor de los dioses. Pero el Senado no tenía intervención alguna en el ejército, como tampoco la tiene en la administración de justicia. Y si, en algún caso, al sentarse el rey en su tribunal, asociaba a su persona algunos asesores a título consultivo, o les delegaba, como comisarios juramentados, la decisión de un proceso, aunque hubieran sido elegidos entre los senadores, eran designados siempre libremente; el Senado, como cuerpo, no concurría jamás a ningún asunto de justicia. Nunca, en fin, ni aun durante la República, ejerció el Senado jurisdicción alguna.

EL PUEBLO. –

Según una ley de antigua usanza, se dividían los ciudadanos del modo siguiente: diez casas formaban una gens o familia (lato sensu); diez gentes o cien 51

casas, una curia (curia: de curare, caerare, κοίρανος); diez curias, o cien gentes, o mil casas, constituyen la ciudad. Cada casa contribuía con un soldado de infantería (de donde procede miles, miliciano); cada gens, con uno de caballería (eques), y daba un senador. Cuando se fusionaron las tres ciudades, y cada una de ellas no formó más que una parte (una tribu, tribus) de la ciudad total (tota, en dialecto umbrio y osco), los hombres primitivos se multiplicaron en razón del número de sociedades políticas así reunidas. Esta división fue primero puramente personal; pero se aplicó después al territorio, al ser este dividido. No puede dudarse que haya habido en efecto estas limitaciones de tribus y de curias, puesto que, entre los pocos nombres curiales que han llegado hasta nosotros, encontramos a la vez nombres de gentes (Faucia, por ejemplo) y nombres puramente locales (como Veliensis). Existe, además, una antigua medida agraria que corresponde exactamente a la curia de cien casas: la centuria (centuria), cuya cabida es de cien herencias de dos arpentas (jugera)42. Ya hemos dicho algo de estas circunscripciones agrícolas primitivas combinadas con la comunidad de las tierras de la familia; en esta época parece que fue la centuria la unidad menor de dominio y de medida. Las ciudades latinas y las ciudades romanas, fundadas más tarde bajo la influencia o la iniciativa de Roma, reproducirán siempre la uniforme simplicidad de las divisiones de la metrópoli. Tienen también su Consejo de cien ancianos (centumviri centumviros), cada uno de los cuales está a la cabeza de diez casas (decurio)43. En la Roma de los tiempos primitivos se hallan también los mismos números normales: tres veces diez curias, trescientas gentes curiales; trescientos caballeros; trescientos senadores; tres mil casas; tres mil soldados de infantería. Esta organización, completamente primitiva, no ha sido inventada en Roma, sino que es de origen puramente Latino, y se remonta hasta mucho antes de la época de la separación de los pueblos de esta raza. Merece confianza la tradición, cuando se la ve que, a pesar de tener una historia para cada una de las restantes divisiones de la ciudad, hace, sin embargo, remontar las curias hasta la fundación de Roma. Su institución no está solo en perfecta concordancia con la organización primitiva, sino que constituye una parte esencial del derecho municipal de los latinos y de ese sistema arcaico, que vuelve a aparecer en nuestros días, sobre cuyo modelo estaban basadas todas las ciudades latinas. Pero sería difícil ir más lejos y emitir un juicio seguro respecto al fin y al valor 42 Véase Hults, Gr. und Roem. Metrologie, Berlín, 1862. «Bina jugera, quœ a Romulo primum divisa heredem sequebantur, heredium appellarunt hœec postea a centum centuria dicta», etcétera. (Varr.: De re rustica, I, 10.) La jugera (yugada) equivalía a 0.252 hectáreas; el herediun, a dos jugeras, ó 0,504; la centuria, a 100 heredias ó 200 jugeras, ó 50.377 hect. 43 En Roma desaparecieron muy pronto las decurias o centurias; pero se encuentra un recuerdo notable de su existencia y hasta su influencia, todavía persistente, en uno de los actos solemnes de la vida, aquel que consideramos con razón como el más antiguo de todos aquellos cuyas formalidades legales nos ha dado a conocer la tradición: el matrimonio por confarreación. Los diez testigos que a él asisten representan la decuria, así como después, en la constitución de las treinta curias, encontramos sus treinta lictores. 52

práctico de semejante organización. Las curias han sido evidentemente su centro. Respecto a las divisiones o tribus, no tienen el mismo valor como elementos constitutivos. Lo mismo su advenimiento que su número es cosa contingente y casual; y no hacen, cuando subsisten, más que perpetuar la memoria de una época en que constituyeron un todo44. La tradición no dice que hayan obtenido jamás ninguna preeminencia, ni que hayan tenido un lugar especial en la asamblea. Compréndese que, en interés mismo de la unidad social que han constituido mediante su reunión, no podía dárseles ni permitírseles semejante privilegio. En la guerra tenía la infantería tantos jefes duplicados como tribus había; pero cada pareja de tribunos militares, lejos de mandar solamente el contingente de los suyos, mandaba solo o con sus colegas todo el ejército. Las gentes y las familias tienen a su vez, como las tribus, más importancia en la simetría de la ciudad que en el orden de los hechos. La Naturaleza no ha asignado límites fijos a una Casa, a una raza. El poder que legisla puede casi borrar o modificar el círculo que las contiene; puede dividir en muchas ramas una raza demasiado numerosa; puede hacer de ella dos o más gentes más pequeñas; puede aumentar o disminuir también una simple familia. Sea comoquiera, el hecho es que el parentesco de sangre ha sido en Roma el lazo omnipotente de las razas, y principalmente de las familias; y cualquiera que haya sido la influencia que la ciudad ha ejercido sobre ellas no ha destruido nunca su carácter esencial ni su ley de afinidad. Que si en su origen han sido las casas y las razas un número prefijado en las ciudades latinas, lo cual parece probable, también en esto ha debido el curso de los acontecimientos humanos destruir muy pronto la primera simetría. Las mil casas y las cien gentes de las diez curias no son un número normal, a no ser en los primeros tiempos; y aun suponiendo que la Historia nos las muestre como tales desde un principio, constituyen una división más teórica que real45, cuya poca importancia práctica está suficientemente demostrada por el hecho de que nunca ha sido plenamente realizada en cuanto al número. Ni la tradición ni la verosimilitud indican que cada casa haya proporcionado siempre su soldado de infantería, ni cada gens su caballero y su senador. Los 3.000 infantes y los 300 caballeros salían, y debían salir, de todos en conjunto; pero su distribución se hizo, en un principio, según las circunstancias del momento. El número normal y típico fue únicamente conservado gracias a ese espíritu de lógica inflexible y geométrica que caracteriza a los latinos. Digámoslo por última vez: la curia es el único órgano que quedó en pie de todo ese an- 44 El nombre de partes, tribus, indica bastante por sí mismo. La parte, como saben los juristas, ha sido un todo, o lo será en el porvenir; pero en el presente no tiene existencia propia, real. 45 En Eslavonia, en donde se ha conservado hasta nuestros días el régimen patriarcal, toda familia, constando alguna de 50 a 100 individuos, habitan bajo el mismo techo, bajo las órdenes de un jefe (goszpod’ar), que todos los miembros han elegido de por vida. Este padre de familia administra el patrimonio común, que consiste principalmente en ganado; el excedente de los productos se distribuye entre las diversas líneas. Los beneficios particulares deb idos a la ind ust ria y al comer cio son de aqu ell os que los obt ienen. Puede dejars e la cas a: un hombre sale de ella, por ejemplo, para ir a casarse en otra comunidad. (Czaplovics: Eslavónico, I, 106, 179). La organización de la Eslavonia parece tener muchas relaciones con las antiguas instituciones domésticas de Roma ; la casa constituye una especie de municipio; y se comprende muy bien la asociación de un número determinado de casas. La antigua arrogación tiene también lugar en este sistema. 53

tiguo mecanismo; era décuplo en la ciudad, y, si había en esta muchas tribus, era décuplo en cada una de ellas. Era la verdadera unidad de asociación, un cuerpo constituido, cuyos miembros se reúnen por lo menos para las fiestas comunes; tenía su curador (curio) y su sacerdote especial (flamen curialis), el sacerdote curial. El reclutamiento y los impuestos se distribuían y sacaban por curias, y por curias era también como los ciudadanos se reunían y votaban. No han sido creadas, por consiguiente, por la cuestión del voto, pues de otro modo se hubiera hecho seguramente su clasificación por números impares. IGUALDAD CIVIL. – Si bien era muy marcada la separación entre los ciudadanos y los no ciudadanos, reinaba, en cambio, entre ellos una completa igualdad ante la ley. Ningún pueblo ha llevado quizá tan lejos como los romanos el rigor de estos dos principios. Si se busca una nueva señal del exclusivismo del derecho de ciudad, se le encontrará en la primitiva institución de los ciudadanos honorarios, destinada a conciliar ambos extremos. Cuando un extranjero era admitido por el voto del pueblo en el seno de la ciudad46 tenía facultad de abandonar su derecho de ciudadano en su patria, en cuyo caso entraba con todos los derechos activos en la ciudad romana, o de unir solo la ciudadanía que se le confería a la que ya gozaba en otra parte. El derecho honorario de ciudad es una antigua costumbre practicada también en Grecia, donde se ha visto por mucho tiempo al mismo hombre ser ciudadano de muchas ciudades. Pero el sentimiento nacional era en el Lacio muy poderoso y exclusivo para que se dejase la latitud a un miembro de otra ciudad. Aquí, si el nuevo elegido no abandonaba su derecho activo en su patria, el derecho honorario que se le acababa de conferir no tenía más que un carácter puramente nominal: equivalía simplemente a las franquicias de una hospitalidad amistosa, a un derecho a la protección romana, tal como se había concedido a los extranjeros. Cerrada de este modo al exterior, colocaba la ciudad en la misma línea a todos los miembros que le pertenecían, como acabamos de decir. Sábese que las diferencias que existían en el interior de la familia, aunque persistiesen muchas veces fuera de ella, debían borrarse completamente en lo tocante a los derechos de ciudadano, y que un hijo, considerado en la casa como suyo por su padre, podía ser llamado a tener mando sobre este en el orden político. No había clase ni privilegios entre los ciudadanos. Si los ticios precedían a los ramnes, y ambas tribus a la de los lúceres, esta prioridad no perjudicaba en nada su igualdad civil. Llamada a batirse, sobre todo, en combate singular, lo mismo a pie que a caballo, y delante de la línea de la infantería, constituía entonces la caballería, más bien que un arma especial, una tropa escogida o de reserva, compuesta de los ciudadanos más ricos, 46 La expresión más antigua para designar este voto es patronum cooptari; que siendo sinónimas las palabras patronus y patricius, y aplicándose al derecho completo de ciudadano (páginas anteriores), quiere decir lo mismo que las expresiones, in patres, in patricios, cooptari. (Tit. Liv., IV, 4. Suet.: Tiber, 1),o que los más recientes in patricios adlegi. 54

mejor armados y más instruidos en el ejercicio de las armas: era indudablemente más brillante que la infantería. Pero el hecho en nada variaba el derecho; bastaba ser patricio para poder entrar en sus filas. Únicamente la distribución de los ciudadanos en las diversas curias era lo que establecía diferencias entre ellos, sin crear nunca una inferioridad constitucional, y su igualdad se traducía hasta en las apariencias exteriores. El jefe supremo de la ciudad se distinguía por su traje; el senador se distinguía también del simple ciudadano; el hombre adulto y propio para la guerra, del adolescente. Salvo estas excepciones, todos, ricos y pobres, nobles o plebeyos, vestían la misma túnica de lana blanca, la toga. Pueden remontarse con seguridad hasta las tradiciones indogermánicas las prácticas de esta igualdad civil; pero ningún pueblo la ha comprendido mejor ni llevado tan lejos como el pueblo latino: ella es el carácter propio y fecundo de su organización política, y patentiza este hecho notable: que en la época de su llegada a las campiñas itálicas no encontraron los inmigrantes latinos una raza anteriormente establecida, inferior en civilización (página anterior), y que hubiese necesitado sujetar. De aquí una importante consecuencia. No han fundado entre ellos ni las castas a la manera de los indios, ni una nobleza a la manera de los espartanos, de los tesalianos y de los helenos en general, ni, en fin, esas condiciones distintas, instituidas entre las personas, en los pueblos germánicos, después de la conquista. CARGAS E IMPUESTOS CIVILES. – Compréndese fácilmente que la administración del Estado debe apoyarse en los ciudadanos. La más importante de sus prestaciones es la del servicio militar, puesto que solo ellos tienen el derecho y el deber de llevar las armas. El pueblo y el ejército son realmente uno (populus, derivándose de populari, talar o arrasar; de popa, el sacrificador que hiere la víctima). En las antiguas letanías romanas, el pueblo es la tropa armada de lanza (poplus, pilumnus), para quien invoca la protección de Marte; por cuando el rey habla a los ciudadanos, los llama lanceros (quirites)47. 47 Tal es el sentido primitivo de las palabras quiris, quiritis y quirinus; de cuiris o curls, lanza, e ire. Lo mismo sucede en las palabras samnis, samnitis y sabinus, que los antiguos refieren al σαΰνιον(lanza) de los griegos. Así, los romanos han formado las palabras arquites, milites, pedites, equites, velites para designar los arqueros, los mil soldados (de las diez curias), la infantería, la caballería; y aquellos, por que peleaban sin armas y vestidos de una sencilla túnica. Únicamente se notará que en los últimos ejemplos la i primitivamente larga se ha convertido en i breve, lo mismo que en las palabras dederitis, hominis y otras muchas. Juno quiritis, Mars quirinus y Janus quirinus son divinidades armadas de lanza; y la palabra quiris aplicada a los hombres significa el guerrero; es decir, el ciudadano. El use ha estado conforme con el sentido gramatical. Cuando ya estuvo designada la localidad, dejó de emplearse la palabra quirites (urbs Roma, populus, civis, ager Romanus). En efecto, la palabra quiris no indica claramente la localidad de Roma, como tampoco cives o miles. Las dos palabras civis y quiris no se han empleado nunca juntas; aunque, usadas en circunstancias diferentes, tienen absolutamente el mismo sentido legal. Había algunas excepciones. Cuando se anunciaban solemnemente los funerales de algún ciudadano romano, se decía: ese guerrero ha muerto (Ollus quiris leto datus). En los procedimientos judiciales, la parte lesionada presentaba su queja (quiritare) ante los ciudadanos; el rey llamaba con ese nombre al pueblo reunido; y cuando se sentaba en el tribunal según la ley quiritaria (ex jure quiritium; ex jure civili, se dirá después), populus romanus y quirites vendrán a ser después sinónimos, y servirán para designar al pueblo y a los ciudadanos separadamente o en masa. En una formula antigua encuéntrase la expresión el pueblo romano (populus romanus), opuesta a latinos antiguos (prisci Latini); y los quirites colocados enfrente de los homines prisci Latini (Tit. Liv., I, pág. 32; Becker, Handb. (manual), II, 20 y ss.). En otra parte se dirá: populus Romanus 55

Hemos visto ya cómo se formaba el ejército de ataque, la leva o legión (legio). En la ciudad romana, formada de tres partes, se componía de tres centurias (centuriae) de caballeros (celeres, los veloces, o flexuntes, los caracoleadores), al mando de sus tres jefes (tribuni celerum)48, y de divisiones de mil infantes cada una, mandadas por sus tres tribunos militares (tribuni militum). Hay que añadir, además, algunos hombres armados a la ligera, que combaten fuera de filas, principalmente arqueros49. El general era, regularmente, el rey; y como se le daba por adjunto un jefe especial para la caballería (magister equitum), aquel se ponía a la cabeza de la infantería, que en Roma, como en todas partes, fue desde un principio el núcleo principal de la fuerza armada. El servicio militar no era la sola carga impuesta a los ciudadanos. Tenían además necesidad de oír las proposiciones del rey en tiempo de paz y de guerra; prestaban servicios para el cultivo de los dominios reales y para la construcción de edificios públicos, siendo, especialmente los relativos a la edificación de los muros de la ciudad, tan pesados, que el nombre de estos ha quedado como sinónimo de prestaciones (moenia)50. No existían impuestos directos, puesto que no había presupuestos de quiritium, así como también colonia colonorum, municipium municipum. Ante todos estos documentos, no es desconocer, por ejemplo, la lengua y la historia el persistir aún en la creencia de que no ha habido nunca en presencia de la ciudad romana otra Roma quiritaria que en un día dado se incorporaría a aquella, ahogándola en cierto modo, y no permitiendo que sobreviviese su nombre nada más que en los ritos sagrados y en las prácticas jurídicas? 48 En la noticia que Dionisio de Halicarnaso (II, 64) nos da de las ocho instituciones sagradas de Numa, después de haber citado los curiones y los flamines, nombra en tercer lugar a los conductores de la caballería, οίήγεμόνεςτώνκεγερίωυ. El calendario Prenestino señala en el 19 de marzo una festividad celebrada en el comicio (comitium) [adstantibus pon] tificibus et trib(unis) celerum. Valerio Antias (Dionisio, II, 13) pone a la cabeza de la antigua caballería romana un jefe, celer, y tres centuriones. Refiérese también que después de la expulsión de los tarquinos Bruto fue tribuno de los veloces (tribunos celerum: Tit. Liv., I, 59); y según Dionisio de Halicarnaso (IV, 71), sería en virtud de este cargo como provocaría la expulsión de los reyes. Por último, Pornponio (Dig. de origine juris, etc., lib. II, 15 y 19) y Lidus (de magist. I, 14 y 37), que le sigue, en parte, identifican el tribunus celerum con el celer de Valerio, el magister equitum (jefe de la caballería) del dictador en tiempo de la Republica, y el prefecto del Pretorio en tiempo del Imperio. Estos son los únicos datos que poseemos acerca de los tribunos de los veloces. Pero lo último de estos no emana solo de hombres incompetentes que escriben en una época muy reciente, sino que está, además, en contradicción con el sentido gramatical de las palabras tribuni celerum. Estas significan solamente jefes de las secciones de la caballería. Además de esto, el jefe de la caballería del tiempo de la República, que solo fue nombrado en casos excepcionales, y que después dejó completamente de serlo, no puede ser el magistrado cuya asistencia a la fiesta anual de 19 de marzo era indispensable y cuyo oficio, por consiguiente, debía ser permanente. No hagamos, por tanto, caso de la indicación errónea de Pomponio; se explica por la creciente ignorancia en que todo el mundo estaba en su tiempo respecto de Bruto y de su leyenda. Lo que conviene admitir es que los tribunos de los veloces corresponden a los tribunos militares por su número y sus funciones, que fueron los jefes de tres secciones de caballería de aquel tiempo; que se diferencia, por último, especialmente del jefe de la caballería, que, por otra parte, ha existido evidentemente con el mismo título al lado de los reyes, puesto que se le ve siempre colocado al del dictador. Cuando después se duplicaron las centurias de la caballería, que ya hemos visto cómo sucedió, se elevaron a seis el número de los tribunos, y se denominaron los seviri equitum romanorum. 49 A estas tropas ligeras es a las que se refieren las palabras antiguas velites y arquites; también se aplicaron a la legión en su estado de organización más reciente. 50 Moenia o munia, muros. Moenia proter aedificia signicavit etiam et munia, id est, officium, dice Festus, pág. 151. 56

gastos. No eran necesarios, por otra parte, para satisfacer las cargas públicas, pues el Estado no pagaba ni el ejército, ni las prestaciones ni los servicios públicos en general. Si alguna vez se acordaba una indemnización, la pagaba, ya el cuartel beneficiado con la prestación, o ya el ciudadano que no quería o que no podía asistir a ella. Las víctimas destinadas a los sacrificios se compraban con el producto de una tasa impuesta sobre los procesos. El que perdía una cuestión judicial entregaba al Estado, a título de indemnización, ganado por un valor proporcional al objeto del litigio (sacramentum). Los ciudadanos no tenían que dar al rey presentes ni pagarle lista civil. En cuanto a los colonos no ciudadanos (aerarii), le pagaban una renta de protectorado. Recibía además el producto de las aduanas marítimas (pág. ant.), el de los dominios públicos, especialmente la tasa impuesta a los ganados que pastaban en los terrenos comunales (scriptura), y la parte de frutos (vectigalia) pagados por los arrendatarios de las tierras del Estado. Par último, en casos urgentes, podía asignarse a los ciudadanos una contribución (tributum) con carácter de empréstito forzoso y reembolsable en tiempos más favorables. No podemos asegurar si este impuesto recaía sobre todos los habitantes ciudadanos o no ciudadanos o solo sobre aquellos; probablemente esto último sería lo más cierto. El rey administraba las rentas, pero no se confundían los dominios del Estado con su dominio particular, que debió de ser considerable, a juzgar por los documentos que poseemos relativos a las rentas pertenecientes a la familia real de los últimos Tarquinos. Las tierras conquistadas por las armas entraban de derecho en el dominio público. Estaba el rey obligado por reglas o por costumbre a rendir cuentas acerca de la administración de los bienes de la ciudad? No podemos afirmarlo ni decir cuáles sean estas reglas; pero en los tiempos posteriores no se dice que el pueblo fuese nunca llamado a votar sobre este asunto, mientras que parece, por el contrario, haber sido costumbre oír el parecer del Senado, tanto sobre la cuestión del tributo que se debía imponer como sobre la reparación de las tierras conquistadas. DERECHOS DE CIUDAD. – En cambio de los servicios y prestaciones a que estaban obligados, participaban los romanos del gobierno del Estado. Todos los ciudadanos, a excepción de las mujeres y de los niños demasiado débiles para el servicio militar, todos los quirites, en una palabra (tal es el nombre que se les daba entonces), se reunían en el lugar de la asamblea pública, y a invitación del rey, ya para recibir sus comunicaciones (conventio, contio), ya para responder, votando por curias, a las mociones que les dirige después de la convocación (calare, com-itia calata) formal, hecha tres semanas antes (in trinum noundinum). Estas asambleas se reunían por lo general dos veces al año: el 24 de marzo y el 24 de mayo, sin perjuicio de todas las demás que el rey creyese oportunas. Pero el ciudadano convocado de este modo no tenía derecho a hablar, sino a oír; no preguntaba, sino que respondía solamente. Nadie podía tomar la palabra en la asamblea, sino el rey o aquel a quien este la concedía; en cuanto a los ciudadanos, repetimos que no hacían más que responder a la moción que se les dirigía con un si o un no, sin discutir ni hacer distinciones sobre la cuestión. Y, por último, el pueblo era el representante y el depositario supremo de la soberanía política, lo mismo que entre los germanos, y como sucedería probablemente en el antiguo pueblo indogermánico; soberanía en estado de reposo, por decirlo así, en el curso 57

ordinario de los acontecimientos, o que se manifestaba solamente, si se quiere, por la ley de obediencia al jefe del poder, a cuya ley se había obligado el pueblo voluntariamente. Por esto, el rey, al encargarse del mando, y cuando se procede a su inauguración por los sacerdotes en presencia del pueblo reunido en curias, le pregunta formalmente si le será fiel y sumiso y le reconocerá en su dignidad como es costumbre lo mismo que a sus servidores, cuestores (quaetores) y lictores (lictores). A esta pregunta se respondía siempre afirmativamente, así como en las monarquías hereditarias no se niega nunca homenaje al jefe del Estado. Por consiguiente, por soberano que el pueblo fuese, no tenía en tiempos normales que ocuparse de los negocios públicos. Mientras que el poder se contenta con administrar aplicando el derecho actual, su administración es independiente; reinan las leyes y no el legislador. Pero si se trata, por el contrario, de cambiar el estado de derecho o se hace necesario apartarse de él en un caso dado, entonces el pueblo romano vuelve a erigirse en poder constituyente. Si el rey ha muerto sin nombrar sucesor, el derecho de mandar (imperium) queda en suspenso; al pueblo corresponde invocar la protección de los dioses para la ciudad huérfana hasta que sea designado un nuevo jefe; y el pueblo mismo es el que designa espontáneamente, como ya hemos dicho, el primer inter-rey. Su intervención, sin embargo, es excepcional; solo la necesidad la justifica; y la elección del magistrado temporal por una asamblea que no ha podido convocar el soberano no es considerada como plenamente válida. La soberanía pública necesita, por tanto, para ser regularmente ejercida, de la acción común de la ciudad y del rey o del inter-rey. Y como las relaciones entre el gobernante y los gobernados se han establecido como un verdadero contrato, mediante una pregunta y una respuesta verbal, se sigue también que todo acto de soberanía emanado del pueblo necesita, para ser legal y perfecto, de una pregunta (rogatio) dirigida por el rey, y solo por este, a quien no podía en tal caso reemplazar su delegado, y de un voto favorable de la mayoría de las curias, que eran libres de emitirlo en contrario. Así, no es la ley en Roma, como se cree con frecuencia, una orden emanada del rey y transmitida por este al pueblo; es además un contrato solemne, concluido mediante una proposición hecha y un consentimiento dado entre dos poderes constituyentes51. Este preliminar de una inteligencia legal es indispensable siempre que haya que apartarse del derecho ordinario. Según la regla común, todo ciudadano es absolutamente dueño de dejar su propiedad a quien quiera, con la sola condición de que la tradición sea inmediata; si conserva la propiedad durante su vida no puede a su muerte legarla a un tercero, a menos que el pueblo no autorice semejante derogación de la ley. Esta autorización se daba, o por las curias reunidas, o por los ciudadanos, aprestándose al combate. Tal fue el origen y la forma primitiva de los testamentos52. En el derecho usual, el hombre libre no podía perder ni abandonar el bien inalienable de su libertad; por consiguiente, el ciudadano que no está sometido a otro (sui juris) no puede adjudicarse a un tercero en 51 La lex, la ley, tomada la palabra en su sentido literal (de λέγειν, decir, hablar), significa, sin duda, un contrato verbal; pero un contrato cuyas condiciones, dictadas por el proponente, son pura y simplemente admitidas o rechazadas por la otra parte, como sucede, por ejemplo, en una adjudicación de venta pública. En la lex publica populi romani, el rey es quien propone y el pueblo el que acepta; el concurso restringido que este último presta para su confección es aquí expresado de una manera enfática. 52 El primero es el testamento calatis comitiis; el segundo, el testamento hecho in-procinctu. (V. Gaius: Instit. comentario, II, párrafo 101 y sig.) 58

calidad de hijo; pero el pueblo puede también autorizar esta verdadera enajenación, que es la antigua arrogación53. Solo el nacimiento da, según aquel derecho, la ciudadanía; pero el pueblo confiere también el patriciado lo mismo que autoriza su abandono; y estas autorizaciones no han podido evidentemente verificarse en un principio más que por el voto de las curias. En el derecho común, el autor de un crimen capital sobre quien ha recaído la pena legal por sentencia del rey o su delegado debe ser inexorablemente decapitado; porque el rey, que tiene el poder de juzgar, no tiene la prerrogativa de indulto; pero el reo puede obtenerla del pueblo, si el rey le concede este recurso. Esta es la primera forma de la alzada (provocatio). No se concede nunca al culpable que niega, sino solo al que confiesa y expone motivos de atenuación54. En el derecho común, el tratado perpetuo concluido con un Estado vecino no puede quebrantarse sino por autoridad del pueblo y por causa de injuria sufrida. Antes de comenzar una guerra ofensiva, los ciudadanos son también convocados para deliberar. No sucede lo mismo en caso de guerra defensiva, porque la ruptura procede del vecino. Tampoco se necesita el concurso del pueblo para la conclusión de la paz. Parece, sin embargo, que la rogación, en caso de guerra ofensiva, no se hacía ante las curias, sino ante el ejército. Por último, cuando el rey quiere innovar o modificar el texto de la ley, está más obligado que en ningún otro caso a consultar al pueblo, en cuyas manos reside realmente el poder legislativo. En todas las circunstancias de que hemos hablado, el rey no hace nada, por regla general, sin el concurso de los ciudadanos: el hombre declarado patricio solo por aquel no es ciudadano hasta después de la rogación; y aunque el acto real entrañe algunas consecuencias de hecho, no las tendrá legales. Tales eran las prerrogativas de la asamblea popular; por restringidas y sujetas que estuviesen, hicieron del pueblo uno de los poderes constituyentes del Estado. Sus derechos y su acción, como los del Senado, se desarrollaban en definitiva en una completa independencia ante la Monarquía. RESUMEN: CONSTITUCIÓN PRIMITIVA DE ROMA. – Resumamos todos estos hechos. La soberanía residía en el pueblo; pero este no podía obrar por sí solo, sino en caso de necesidad obraba en unión con el magistrado supremo cuando había que apartarse de la ley. El poder real, como dice Salustio, era a la vez ilimitado y estaba circunscrito por las leyes (imperium legitimum): ilimitado, en el sentido de que las órdenes del rey, justas o injustas, eran ejecutadas; circunscrito, en el de que, si era contraria a la costumbre y no aprobada en este caso por el legítimo soberano, por el pueblo, su orden no podía producir efectos legales duraderos. La Constitución primitiva de Roma fue, por consiguiente, una monarquía constitucional, en sentido inverso. Mientras que en la monarquía constitucional ordinaria representa y está revestido el rey de la plenitud de los poderes del Estado, y solo él concede, por ejemplo, la gracia de indulto; mientras que la dirección política pertenece a los representantes de 53 Véase Gaius, párrafo 98: describe su forma y las rogaciones dirigidas al adoptante, al adoptado y al pueblo que sanciona el contrato. 54 Véase la alzada de Horacio. Tit. Liv., I, 20. 59

la nación y a los ministros responsables ante esta, en Roma el pueblo desempeñaba el papel que el rey en Inglaterra. La gracia de indulto, prerrogativa de la corona inglesa, era uno de sus privilegios. La dirección política pertenecía, por el contrario, al representante de la ciudad. Si buscamos las relaciones que existían entre el Estado y los ciudadanos, vemos que se alejan tanto del sistema de un protectorado sin lazo y sin concentración, como de la noción moderna de un absolutismo absorbente. En Roma no había, en verdad, restricciones posibles ni para el poder público ni para la Monarquía; pero si la noción del derecho es por sí misma una barrera jurídica, se convierte bien pronto en una barrera política. Las resoluciones del pueblo afectaban a las personas al votar las cargas públicas y el castigo de los delitos y de los crímenes; pero una ley especial que castigase o amenazase a un ciudadano con una pena no existente en el momento de cometer un delito, semejante ley, por más que se haya decretado más de una en la forma, les hubiera y ha parecido, en efecto, siempre a los romanos una iniquidad y un acto arbitrario. Menos podía aún la ciudad mezclarse en los derechos de propiedad y en los de la familia, que coinciden con los primeros más bien que depender de ellos. La familia romana no ha sido nunca absorbida por el Estado, como en las leyes de Licurgo. Según uno de los principios más ciertos y más notables de la primitiva Constitución romana, el Estado puede cargar de cadenas a un ciudadano y aun decapitarlo; pero no puede quitarle su hijo ni su heredad, ni aun imponerle un tributo. Ningún pueblo ha sido tan poderoso en el círculo de sus derechos políticos como el pueblo romano. En ninguno han vivido los ciudadanos, con tal que no fuesen delincuentes, en una tan completa independencia los unos respecto de los otros y aun en relación al Estado. Así se gobernaba la ciudad romana, ciudad libre en donde el pueblo sabía obedecer a su magistrado, resistir al charlatanismo místico de los sacerdotes, practicar la igualdad completa ante la ley y, entre todos, marcar, en fin, todos sus actos con el sello de su propia nacionalidad, mientras que, por otra parte, como veremos en el curso de nuestra narración, abría con generosidad e inteligencia la puerta al comercio con el extranjero. Semejante Constitución no es una creación ni una copia: ha nacido y crecido en el pueblo y con el pueblo. Nadie duda que tiene sus raíces en las primitivas instituciones itálicas, grecoitálicas o indogermánicas; pero qué cadena tan inmensa de cambios y de progresos políticos entre las instituciones que Homero nos revela, o que Tácito describe en su Germania, y las antiguas leyes de la ciudad romana! El voto, por aclamación, de los helenos; el ruido que hacían con las armas los germanos en sus asambleas, son evidentemente la manifestación de un poder soberano; pero cuánta distancia hay de esas toscas formas primitivas a la competencia, ya sabiamente ordenada, al voto preciso y regular de la asamblea de las curias romanas! Tal vez la monarquía, así como había tornado su manto de púrpura y su cetro de marfil de los griegos (y no de los etruscos, como se ha dicho), ha tornado también del extranjero sus doce lictores y el aparato exterior de su dignidad. Sea comoquiera, y en dondequiera que tenga su origen, las instituciones políticas de Roma se han formado en realidad en el Lacio y en la misma Roma; lo que se ha tomado de fuera son cosas sin importancia, y lo prueba el que toda la nomenclatura de estas instituciones es evidentemente latina. La Constitución romana, tal como la hemos bosquejado, se apoyaba en el 60

pensamiento fundamental y eterno del Estado romano. Las formas han cambiado muchas veces; no importa! En medio de todos sus cambios, mientras Roma subsista, el magistrado tendrá el mando ilimitado; el Consejo de los ancianos o el Senado será la más elevada autoridad consultiva; y siempre, en casos excepcionales, será necesaria la sanción del soberano, del pueblo. 61

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 VI

LOS NO-CIUDADANOS REFORMA DE LA CONSTITUCION

Fusión de las ciudades Palatina y Quirinal. – Clientes y huéspedes. – Los habitantes no-ciudadanos y la ciudad. – Constitución de Servio Tulio. – Circunscripciones de reclutamiento. – Organización del ejército. – El censo. – Consecuencias políticas de la organización militar. – Época y motivos de la re forma de Servio Tulio.

FUSIÓN DE LAS CIUDADES PALATINA Y QUIRINAL.

La historia de una nación, y de la nación itálica entre todas, ofrece el fenómeno de un vasto sinecismo. La Roma primitiva, por lo menos aquella que ha llegado a nuestro conocimiento, es una ciudad debida a una triple fusión; las incorporaciones de esta naturaleza no cesaron en aquella hasta que el Estado romano llegó a la perfecta consolidación de sus elementos. Dejemos a un lado la antigua asociación de los ramnes, de los ticios y de los lúceres; de ella no sabemos más que el hecho desnudo. Otra incorporación más reciente es la que reunió las gentes de la Colina a la Roma Palatina. En el momento de la unión parece que tenían ambas ciudades instituciones semejantes, y la obra de la fusión tuvo que elegir entre mantenerse con las que tenían, como Estados separados, y la supresión de las unas por la extensión de las otras a todo el cuerpo del nuevo Estado. En lo que toca a las cosas sagradas y al sacerdocio, se conservó el statu quo. Roma tuvo, por consiguiente, dos corporaciones sacerdotales, los Salios y los Lupercos, sus dos sacerdotes de Marte: el uno, sobre el Palatino, y tomó el nombre del dios; el otro, sobre la colina, y fue llamado el sacerdote de Quirinus. Presúmese, y no sin razón, a pesar de la carencia de documentos que lo acrediten, que los antiguos colegios sacerdotales, los Augures, los Pontífices, las Vestales y los Feciales, proceden también de los colegios pertenecientes en un principio a las dos ciudades: Palatina y Quirinal. A los tres cuarteles de la ciudad Palatina, a saber, el Palatino, la Suburra y el Arrabal (Exquilies), se agregó un cuarto, el de la ciudad de la colina Quirinal. Pero, mientras que las tres ciudades que habían entrado tiempo ha en el sinecismo romanos habían, hasta cierto punto, conservado su individualidad política, la colina y las otras anexiones que se hicieron a consecuencia de esta la perdieron casi por completo. Roma permanecido definitivamente formada por tres partes o tribus de diez curias cada una; y los romanos del Quirinal, estuvieran o no divididos en mayor o menor número de tribus antes de su fusión, fueron simplemente distribuidos en las treinta curias de la ciudad. Cada una de las tribus y de las curias recibiría probablemente un número determinado de estos ciudadanos nuevos; pero no desapareció completamente toda distinción entre estos y los antiguos romanos, puesto que se ve ahora que las tres tribus se duplicaron en cierto modo, y los ticios, los ramnes y los lúceres se designaron por las expresiones características de primeros y segundos (priores, posteriores). A este hecho notable corresponde, sin duda, la duplicidad de 62

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